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14-F: un perfecto test de estrés para medir la resistencia política

¿Hasta cuándo pueden mantenerse la fragmentación de partidos y los vetos cruzados?

Los 9.519,76 kilómetros que separan Lima de Madrid no son suficientes para evitar que los ecos de la mítica pregunta escrita por Mario Vargas Llosa, hace más de medio siglo, en la que se planteaba «¿En qué momento se había jodido el Perú?» lleguen a nuestra realidad política. Sin que el nivel de desolación de Conversación en La Catedral sea aplicable a España, sí conviene plantearse cuál fue el punto concreto que cambió el ritmo habitual de la vida pública y la sometió a una especie de parálisis institucional: con pocas reformas y avances. Como dando vueltas en un laberinto sin encontrar la salida. Podríamos fijarlo en la Gran Recesión, la terrible crisis económica que en 2008 doblegó al mundo y alteró el paso del crecimiento también en España, o podríamos apuntar a que fue el procés el que condicionó hasta la exasperación los asuntos sociales, económicos y hasta judiciales (primero con la agitación que comenzó en la Diada de 2012 y después con la explosión unilateral consumada en 2017). Y probablemente sea una conjunción de ambas circunstancias (en una especie de juego de causa-efecto) la que nos ha traído hasta donde estamos, pero para completar el puzle es necesario recurrir a otro factor que catalizó la distorsión: la irrupción de nuevos partidos a partir de 2014. Una atomización ideológica enquistada en bloques que ha dejado desorientado el modo cotidiano de hacer política y que lo aboca más a perderse en los matices que a centrarse en lo importante.

Práctica imperfección

Hubo un tiempo en que la diversidad de siglas en la política catalana (o incluso en la vasca) suponía un exotismo para la placidez nacional del bipartidismo (imperfecto, sí, pero profundamente operativo). Ahora la complejidad del tablero ideológico es compartida prácticamente por todos los parlamentos y conecta de manera directa lo que ocurre en la Carrera de San Jerónimo con el resultado de las elecciones del 14-F. La noche electoral en Cataluña (con sus inevitables días siguientes de negociaciones) se transformará en un perfecto laboratorio para comprobar si la dinámica de los partidos de situarse en bloques se rompe o sigue avanzando en su inercia paralizadora.

Si nos fijamos en la tensión permanente que viven PSOE y Podemos, la campaña catalana ya nos revela la esquizofrenia propia de su relación: mientras el candidato Salvador Illa apela a reproducir el «exitoso modelo del Gobierno» (obviando las mil y una crisis del primer año y, sobre todo, que los números en los sondeos no dan para reproducir esa coalición), su hasta ahora socio, Pablo Iglesias, le devuelve a la realidad al cuestionar su labor como ministro. Ambos partidos miden sus fuerzas con el Palau de la Generalitat de fondo, conscientes de las consecuencias en los equilibrios de poder del Consejo de Ministros: en la Moncloa ya temen que el vicepresidente se radicalice ante un mal resultado electoral. Y si ese pulso es duro y complicado, la pugna entre PP, Ciudadanos y Vox adquiere tintes de auténtica tragedia griega: sobre todo para el partido de Inés Arrimadas, que ganó los últimos comicios catalanes y ahora se juega casi su supervivencia bajo la amenaza de ser absorbido (oficial u oficiosamente) por el de Pablo Casado.

A la feroz rigidez de estos dos bloques, se suma la existencia de un tercero que no solo es determinante para Cataluña, sino que extiende su influencia a la política nacional: el independentista. Ensimismado en su propio laberinto, le ha llegado el tiempo de decidir si mantiene una unidad más forzada que real (la base social e ideológica que va de la CUP al PDeCAT es tan amplia como inverosímil) o rompe con nueve años de procés y alguno de los socios sacrifica su alianza para imponerse en la órbita soberanista (como en esa jugada de ajedrez en la que se entrega a un peón para lograr el control, tan de moda por la serie Gambito de Dama). Y ante este escenario de vetos cruzados y pactos imposibles para lograr conformar un gobierno en Cataluña, el 14-F parece abocarnos al bucle del inmovilismo: ¿Hasta cuándo puede una sociedad soportar el freno que genera un multipartidismo anclado en bloques?

El espejo italiano

Estos días hemos asistido a lo que podríamos llamar la lección italiana. Ante la incapacidad de sus políticos para tejer acuerdos y el riesgo cierto del vacío de poder, Italia recurre a un gobierno técnico, con un primer ministro, Mario Draghi, que no ha salido de las urnas pero que garantiza una cierta estabilidad ante una situación crítica. Y como esta solución extrema (que ya les funcionó en 2011 con Mario Monti) se contempla desde España como una salida difícil de encajar en nuestro sistema (aunque todo se andará), nos queda una única posibilidad para dinamizar la política: la flexibilidad en la negociación para romper bloques.

En este sentido, se entrevén ya algunos movimientos de toma de contacto. Mientras Carmen Calvo abre la puerta a un acuerdo con ERC, en Ciudadanos se estarían planteando un tripartito con PSC y Podemos. Algo se mueve. Muy sutilmente, eso sí, porque las campañas son el mejor momento para convertir los posibles pactos en secretos. Aunque el movimiento más sorprendente (que va mucho más allá de la geometría variable) ha sido la conexión entre Pedro Sánchez y Santiago Abascal que solo se entiende en clave demoscópica: Vox necesita marcar perfil frente al PP (en plena búsqueda de su espacio pos-Trump) y el PSOE se mantendrá en el Gobierno mientras el centroderecha y la derecha estén divididos. Sánchez y Abascal juegan su particular partida de ajedrez. Esperemos que el peón sacrificado no sea el bien común.