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Las últimas horas

El médico que atendió a Miguel Ángel Blanco: «Su madre nos pidió que no le abandonáramos»

El doctor Francisco García Urra estaba de guardia aquella tarde: este es el relato en primera persona del día más largo de su vida

Sé que el día que lo ajusticiaron era sábado. Recuerdo que fue a los pocos días de la liberación de Ortega Lara, pero no sé qué pedían a cambio. Solo que, como siempre, era imposible. Amenazaron con asesinarlo a las cuatro de la tarde, eso sí lo tengo grabado. Fue tal la movilización social que, muy en el interior, me quedaba la esperanza de que esta vez harían caso a las súplicas.

Ese día estaba de guardia con un residente. Los dos solos. Llegué por la mañana y empecé a pasar visitas, como cualquier otro día. Es importante no olvidar que hace 25 años estábamos muy acostumbrados a los atentados. Éramos unos expertos en atender a pacientes con heridas por arma o explosivos. Nos llamaban y nos decían: «Oye, que ha habido un atentado y vamos con tres». La diferencia era que, en esta ocasión, la amenaza llegó antes. Pensábamos que lo iban a asesinar porque ETA siempre cumplía los ultimátum. Que lo iban a encontrar muerto y ni siquiera iba a pasar por el hospital. Si tardan en encontrarlo diez minutos más habría ido directamente al forense.

Todo acababa en nuestro hospital en Gipúzcoa. Éramos el centro de referencia, el más grande. Entonces se llamaba Nuestra Señora de Aránzazu, hoy es el Hospital Universitario Donostia. Los demás eran muy pequeñitos, así que estaba seguro de que, si lo encontraban con vida, me iba a tocar sí o sí. Por eso por la mañana procuré dejar una cama disponible en la UVI.

Allí estaba cuando, pasadas las cuatro, me llaman de Urgencias: «Pachi, que ha aparecido vivo y está bien. Muy buenas noticias». Eso fue lo primero que me llegó, pero a los cinco minutos la misma persona me dice: «Viene en ambulancia medicalizada, en coma profundo e intubado. ¿Lo subimos directamente a la UVI?». Contesté que mejor lo íbamos a valorar lo más rápido posible en Urgencias antes de pasarlo a radiodiagnóstico. Le hicimos un TAC y unas placas de cráneo simples en la misma sala. Una vez vistas las lesiones y la exploración clínica lo subimos a Intensivos.

Desde el primer momento pensamos que era irreversible. El paciente tenía una mínima respiración espontánea, pero las pupilas estaban vidriáticas y arreactivas. El reflejo fotomotor, que es uno de los primeros que se pierde cuando hay muerte cerebral, estaba abolido. Además del coma profundo tenía más afectaciones, venía en situación de shock y de coagulación intravascular. Desde el punto de vista físico externo estaba muy bien. No tenía muy desfigurada la cara porque las dos balas quedaron alojadas dentro y no produjeron una gran hinchazón.

Como no había ningún acto quirúrgico que realizar se le subió a la UVI. Lo conectamos al respirador y toda la monitorización de la que disponíamos. Ya sabíamos que la situación era muy mala, pero tratamos de estabilizarlo para ver si seguía así. Las medidas de puesta a punto del cuerpo no lograron reacción alguna, el coma seguía muy profundo. En aquel momento había una prueba nueva, el ecodopler, para medir el flujo cerebral, la cantidad de sangre que le llegaba al cerebro. Nos daba patrones de muerte cerebral, aunque seguía respirando. En Medicina dos más dos no son cuatro, cualquier atisbo de esperanza te hace seguir para delante. Y eso fue lo que hicimos.

El doctor García Urra, en una imagen recienteLa RazónLa Razón

Seguimos con las maniobras preventivas, líquidos, fluidos, drogas vasoactivas, antibióticos... Como si fuera un paciente que tuviera el 100% de posibilidades de recuperarse. Tengo muchas lagunas sobre la hora exacta en que se produjeron los hechos porque estaba centrado en el paciente. Aquel día se me dilató muchísimo, fue uno de los más largos de mi vida. No sé cuándo llegó la familia o cómo vino. Hablé con el sargento de la Ertzaintza que estaba al mando y le dije que necesitaba que me dejaran trabajar. No podía estar atendiendo a los medios y a todo el mundo, le expliqué qué entradas había y le pedí que me las controlara todas. Que solo entrara el forense.

Serían las seis de la tarde cuando me llamaron desde Gerencia y me dijeron que había llegado la madre, muy nerviosa. Estaban en el tercer piso, donde la Dirección. Subí, entré y me la encontré muy, muy alterada, como es lógico. Llevaba tres días de angustia y le acababan de decir que habían encontrado a su hijo pero no lo había visto. Le cogí de la mano y le dije que era el médico que llevaba a Miguel Ángel: «Sé que lo que quieres es verlo, ¿verdad?». Me contestó que era lo único que quería.

Me la bajé y ella, en cuanto vio a su hijo, a pesar de los tubos, se tranquilizó. «Yo ya lo he tocado, ya lo he tocado», dijo. El padre también estaba. Acordé con la dirección que separaríamos el tema de la familia de la organización política. Como era sábado y estaba vacía, les alojamos en la sala de reuniones. Yo les dejé mi habitación para que la madre se echara y descansara un poco. Estuve al pie del cañón toda la noche. Cada equis tiempo salía y les informaba. Ellos le pasaban a ver cada poquito. Hicimos la vista gorda, claro, por las circunstancias tan especiales que eran.

Empezaron a llegar personalidades de muchos partidos. Sobre las siete de la tarde, el consejero de Sanidad, Iñaki Azkuna, me pidió que diera una rueda de Prensa. En ese primer parte ya manifesté que no tenía confianza en que saliera adelante, aunque dije que ojalá me equivocara. A partir de las diez y media u once de la noche ya cesó también la respiración espontánea. Sobre la una o las dos de la mañana hicimos un encefalograma, la prueba más segura de muerte cerebral. Una vez vimos que era plano, informamos a los medios de que estaba técnicamente muerto. Tengo grabada la explanada que hay frente al hospital, que es bastante grande, llena de camiones con antenas de satélite. Cuando todos encendían las luces parecía el Bernabéu. Impresionante.

Decidimos que si el paciente seguía con latido repetiríamos el encefalograma a las seis horas, tal y como marcaba la ley. Volvió a salir absolutamente plano. Solo quedaba ver lo que duraba el corazón. Cada vez iba más lento y la tensión se reducía. Falleció, aunque ya estaba muerto antes, al cabo de una hora. Se paró el corazón solo. No hubo que desconectar nada.

Teníamos el problema de que todo se pudiera malinterpretar, había que ser muy preciso con las palabras, muy técnico. Por eso dijimos: «Hasta que se pare el corazón, como si dura tres horas». No quitamos nada. Fuimos informando a la familia durante toda la noche antes que a los medios. Ellos sabían que no había posibilidades. Les expliqué todo muy bien y les dije que no íbamos a ocultar nada. Que podían pasar a verlo, solo ellos, si se sentían más cómodos. Les enseñábamos todas las pruebas. Los padres sí estaban presentes en el momento último, último. Querían estar. Les mostramos que el corazón se había parado y les pedimos que salieran para quitarle los respiradores.

Una vez que el cerebro se desconecta del resto del organismo, el corazón suele durar poco. No hubo ningún rifirrafe para mantenerlo con vida, al menos que yo presenciara. No son decisiones familiares, son médicas. Una cosa es que un paciente pueda aguantar en estado vegetativo siempre que tuviera estímulos, que no era el caso de Miguel Ángel. Evidentemente, la familia nos decía: «No le abandonen, por favor, no le abandonen». Les dijimos que no lo haríamos, que íbamos a seguir al cien por cien con todo. Claro que sientes presión. Tienes a mucha gente encima, pendiente. Yo tenía 43 años y creo que me comporté de una manera muy profesional. Después me tocó atender muchos más atentados, seguro. Pero, francamente, no consigo recordar ninguno más.

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