Rebeca Argudo

Que vuelva el prófugo

Bélgica tendrá ahora que currarse un poco más la cosa

Si algo hay que envidiarle a Puigdemont es el optimismo. Es de los que, donde uno ve el vaso medio vacío, él lo ve medio lleno. De los que les dices «ya te llamo yo si eso» y te contestan «hasta mañana, mi vida». De los que el Tribunal de Justicia de la Unión Europea dice que Bélgica no puede denegar la ejecución de una orden de detención europea y él se felicita porque le dan la razón. Y eso es lo que le convierte en un peligro: los optimistas son inasequibles al desaliento. ¿Cómo vas a rendirte si todo lo tienes, siempre, de cara?

Si te dicen que tienes razón, porque la tienes, y, si te dicen que no la tienes, porque eso lo único que demuestra es que no han entendido nada y ese desconocimiento (o maldad o estupidez) también te la da. En esto último, en lo de la razón, es primo hermano de Irene Montero, pero ese es otro temita. Aquí lo que ha ocurrido es que la justicia europea ha dado la razón al magistrado del Tribunal Superior, Pablo Llarena, en lo referente a la entrega de los prófugos separatistas: que un país europeo no puede denegar a otro la entrega de huidos de la justicia. A menos, claro, que existan «deficiencias sistémicas o generalizadas», remarcando el carácter excepcional que esas denegaciones tendrían. Ante eso, un optimista irredento (y un peligro palpable, como decíamos) se agarra a que el párrafo del TJUE habla de «un grupo objetivamente identificable de personas al que pertenezca el interesado» y se declara «catalán independentista» como si dijese judío alemán en los cuarenta o negro en la Nueva Orleans de segunda mitad del S.XIX. Catalán independentista, dice. Y se queda tan pichi esperando asilo político. Obvia, claro, que ese párrafo empieza exponiendo que deben existir elementos «objetivos, fiables, precisos y debidamente actualizados» que denoten la existencia real de «deficiencias sistémicas o generalizadas en el funcionamiento del sistema judicial del Estado miembro emisor o de deficiencias que afecten a la tutela judicial de un grupo objetivamente identificable de personas al que pertenezca el interesado».

No creo yo que Bélgica vaya a atreverse a acusar a España de adolecer de esas deficiencias, que sería como (sin el «como») acusarnos de pasarnos los derechos humanos de los pobrecitos catalanes independentistas por donde ellos se pasan una y otra vez los de los críos castellanoparlantes escolarizados en las comunidades autónomas donde conviven las lenguas catalana y española.

En lo que sí tendría razón el optimista de Puigdemont es en que precisamente ese requisito de demostrar rigurosamente que eso ocurre puede ser aprovechado por ellos para dilatar el proceso. Y, oye, quién sabe. Si en estas ha desaparecido por arte de birlibirloque (y de los cálculos electoralistas de Sánchez) el delito de sedición, a saber qué puede desaparecer (o suavizarse) para allanar el terrenito a quien sepa dar al Chayanne de la política patria lo que necesite a cambio. Qué no hará por seguir en el poder.

Lo cierto es que la sentencia a quien da la razón es a Llarena. Pero no hay que olvidar que Bélgica sostenía que nuestro Tribunal Supremo no era quien tenía que emitir la euroorden y dudaba de que nuestro país respetase los derechos de los presos. Si hasta ahora le bastaba con creer a Puigdemont y secuaces (y sus cuentos victimistas) ahora tendrá que currarse un poco más la cosa y tendrá que probar que eso ocurre con algo más que la palabra (aunque lo jure por la virgen de la Mercè) de un prófugo y malversador (pero no sedicioso).