Casa Real

«No hay sacrificio que no esté dispuesto a hacer por España»

En 1986, tras cumplir la mayoría de edad, el por entonces Príncipe concedió su primera entrevista política: pese a su juventud, ya tenía claro que su principal deber sería defender la unidad nacional

Luis María Anson, durante la entrevista que le hizo al entonces Príncipe Felipe en 1996 en Zaragoza
Luis María Anson, durante la entrevista que le hizo al entonces Príncipe Felipe en 1996 en Zaragozalarazon

En 1986, tras su incorporación a la Academia General Militar de Zaragoza, el Príncipe de Asturias Don Felipe tenía 18 años. Los medios de comunicación especializados en el mundo del corazón dedicaban espacios incontables al heredero de la Corona. El Jefe de la Casa del Rey, Nicolás Cotoner, consideró con razón que la imagen de frivolidad que se estaba creando en nada favorecía al joven Príncipe y decidió que concediera su primera entrevista política. Se le propuso a Luis María Anson, director de ABC, que la hiciera con dos condiciones: libertad completa para las preguntas y que la entrevista pudiera ser reproducida por cuantos medios de comunicación lo desearan.

Luis María Anson había visitado numerosas veces, hace 62 años, al entonces Príncipe de Asturias, Don Juan Carlos, en Zaragoza. En el mismo sitio, incluso en la misma estancia del Gran Hotel, entrevistó hace 32 años al cadete Felipe de Borbón.

Por su enorme interés, reproducimos a continuación la primera entrevista política con el actual Rey, publicada en ABC el 13 de julio de 1986.

Es ya un hombre. Atrás quedó para siempre la infancia alegre, la dorada adolescencia, los años de sueños de colegio e ilusiones. Es ya un hombre. Tiene los ojos claros y firmes, la palabra serena, el ademán justo, las manos expresivas. De su persona dimana espontáneamente el sosiego, el equilibrio, la moderación. Habla pausadamente, sin alzar la voz. Es serio pero sonríe con frecuencia. Y con simpatía que contagia. Conserva todavía la antigua timidez con la que pelea día a día. A lo largo de una conversación de varias horas, no le sorprendí un gesto de altivez, una palabra de presunción. Es un Príncipe que no necesita recordarlo para que todos lo reconozcan. La sencillez, la bondad y la inteligencia son sus cualidades destacadas. Tiene el sentido de la Historia de su abuelo y la decisión para cumplir el deber de su padre. Pero se parece, sobre todo, a su madre. Es tenaz, razonador, ecuánime, con un gran conocimiento humano, siempre en su sitio, como la Reina. Hablar con él, hablar con este Príncipe de Asturias que la Providencia ha regalado a España, es como levantar a tiras la piel de mármol de la Historia. Porque admira a su padre y porque hará lo mismo que Don Juan Carlos ha hecho, será un gran Rey. Un Rey de su tiempo, lejos de los depredadores políticos, por encima de los basureros de la historia, preocupado sólo por servir a su pueblo, por el bien de su pueblo. «Todo por España», me dice, y en sus ojos azules aparece súbitamente esa firmeza que he visto tantas veces en su abuelo. «No hay un sacrificio que no esté dispuesto a hacer por España».

Católico practicante

Viene de oír misa. Me tiende la mano, firme y grande, y sonríe. Estamos en el Gran Hotel de Zaragoza, sentados en el mismo sofá en el que tantas veces hablé con su padre, hace ya 30 años, cuando Don Juan Carlos estudiaba en la Academia General y el futuro se veía lejano y difícil.

–Así que Vuestra Alteza viene de misa.

–Sí.

–Pero el Estado que un día encabezará a Vuestra Alteza es un Estado laico.

–Y me parece bien que lo sea, porque hay que respetar a todos aquellos que creen en otras religiones. Lo que ocurre es que yo fui educado en la fe católica, que es la creencia tradicional en la Monarquía española.

–¿Y practica esa fe?

–Sí, soy católico practicante. (Se calla un momento. Se pone más serio. Mide sus palabras y las desgrana una a una). Recibí el sacramento de la confirmación y lo recibí con mi conformidad. Soy creyente y cumplo mis deberes religiosos lo mejor que sé y puedo. Pero insisto en que es necesario respetar a los que tienen otra fe y a los que no tienen ninguna.

–Porque lo dice la Constitución...

–Sí, pero no sólo por eso. Aunque la Constitución no fuera laica, sino confesional, pensaría lo mismo. (El teniente coronel Alcina, que nos acompaña, sonríe complacido. Ha acertado el Rey al nombrar junto al Príncipe a este militar serio, riguroso y respetable).

La unidad de España

–¿Qué tal en la Academia, Señor? (Está ya completamente distendido. Me observa con discreción y con una ráfaga de humor que le cruza a veces por los ojos. Tiene sólo dieciocho años y algo le han debido contar de mí. Le divierte, tal vez, comprobar que es cierto).

–Bien, bien. Es bastante distinta a la que conoció el Rey cuando tú venías por aquí a verle. (La fractura generacional resulta inevitable hasta en la realeza).

–Entonces era más difícil –le digo con mala intención para ver cómo reacciona–. Además, vuestro padre era un Príncipe de Asturias no reinante. Le daban muchos disgustos, sin contar la abierta hostilidad de una buena parte de las autoridades. (No pestañea. Y elude las comparaciones).

–Eran otros tiempos. Pero lo fundamental sigue igual, que es el estilo de vida castrense. La Constitución señala claramente cuál es la misión y, por lo tanto, el deber de las Fuerzas Armadas en la defensa de la integridad y la unidad de España. Como cualquier otro soldado, juré hace poco la bandera y ese juramento lo dice todo.

–¿Considera entonces Vuestra Alteza que uno de sus deberes primordiales, cuando Dios disponga de la vida de su padre, será la defensa de la unidad de España, mantenida por la Monarquía durante cinco siglos? (Me mira el Príncipe de Asturias con su mirada clara y azul. Y piensa, sin duda, con cierta sorna: «Este Anson debe de creer que soy todavía un niño»).

–Por supuesto, pero ese deber no hay que trasladarlo al momento en que Dios disponga de la vida de mi padre. Es un deber permanente de todo español y yo cumpliré siempre con él. Creo, por otra parte, que el Estado de las Autonomías que establece la Constitución puede contribuir activamente a hacer efectiva la solidaridad interregional y a reforzar la unidad nacional.

Almuerzo en una cafetería

–Oye, si te parece vamos a comer. Abajo hay una cafetería que está muy bien. Pone en pie sus dos metros de estatura. Es delgado y fuerte, sin un gramo de grasa. Viste uniforme de cadete y da un poco de apuro ir a su lado por la altura y porque al cruzar el vestíbulo del hotel todo el mundo le mira. Nos sentamos en una mesa cualquiera de la cafetería, rodeados de matrimonios y niños domingueros. El Príncipe sonríe a todos. La escena es una delicia. Nadie sabe bien qué hacer. Salvo el Príncipe, que actúa con la mayor naturalidad. Don Felipe pide para comer una ensalada de lechuga y tomate, una carne a la plancha y un zumo de naranja de postre. No bebe vino, sino un refresco. No digo nombre del refresco para no hacer propaganda, pero Sainz de Vicuña se pondría contentísimo. Para quedar bien, encargo para mí un poco de verdura y agua mineral. Y hablamos, claro, de la sobriedad de los Reyes para comer, sobre todo de la Reina.

Sale, no sé por qué, la conversación sobre la entrega de Toisón de Oro a Pemán, acto en el que estuvo Don Felipe. Le recuerdo al Príncipe el día en que Don Juan Carlos, niño, le dio de repente su cuaderno colegial a Pemán y le dijo: «Anda, escríbeme aquí algo». El autor de «Las soledades del Rey» pensó un solo instante y escribió: «Espera, siempre, espera ya pasará el invierno los Reyes y las flores tienen algo de eterno como la primavera».

El Príncipe se emociona un poco y la señora de la mesa de al lado dice: «Qué bonito es eso que ha dicho ese señor que está con el Príncipe». Y en voz más baja pregunta su marido: «Es Rosón ¿verdad?». «No, Anson, mujer, el de la tele». «Eso –dice ella–, Anson, pero nada de tele, el de la tele se llama Calviño, que nunca te enteras de nada. Es Anson, el de ABC, pero no tiene 80 años, como yo creía. Tiene menos».

Le agradezco el cumplido con una sonrisa. Y le digo al Príncipe: «Menos mal que esa señora no sabe que yo soy un señor del siglo XVI».

Interés por la cultura

–Pues aquí el ABC lo lee mucha gente –me dice Don Felipe–. A mí me interesan en especial las páginas culturales, sobre todo las del sábado, que están muy bien hechas.

–El mundo de la cultura, por cierto, se siente cada día más vinculado a la Corona. ¿Piensa Vuestra Alteza proseguir está tarea admirable de los Reyes, a los que encanta estar con escritores y artistas?

–Hombre, no veo por qué no. El especial cariño y la preocupación de la Corona por las actividades de la cultura me parecen estupendos. Tanto en mi condición de heredero como cuando llegue a ser Rey, dedicaré mi atención al mundo cultural para ayudar a que España siga destacando con luz propia y con sus valores extraordinarios.

–¿Qué aficiones culturales tiene Vuestra Alteza?

–Me gusta mucho leer, oír música. Me interesa la pintura, la escultura. Y, claro, el teatro y el cine.

–¿Y la ciencia?

–Sí, y es importante ayudarla.

–¿Y cuáles son sus autores favoritos? ¿Y sus pintores? ¿Y sus músicos?

–Algunos me gustan más que otros, por supuesto –responde con cautela–. Pero si te los digo se molestan los que no cito, así que nada, lo mejor es callarse.

–Pero Vuestra Alteza es un joven de su tiempo, con los gustos de la juventud actual, me imagino.

–Naturalmente, y creo, además, que es una juventud estupenda la juventud española. Seria, trabajadora y responsable, en su inmensa mayoría. Y más sincera y menos hipócrita que en generaciones anteriores.

–¿Las mujeres también?

–Pues claro, no hay diferencia.

Elegir esposa

–¿Y ya pensado Vuestra Alteza en elegir esposa? Porque para un Príncipe de Asturias eso no es lo mismo que para un ciudadano particular.

(Deja el cuchillo y el tenedor sobre el plato y me mira con un cierto asombro).

–Hombre, qué cosas dices. No he pensado todavía en el matrimonio. Hay años por delante.

El Rey y el Conde de Barcelona

Mientras se bebe su naranjada de postre, el Príncipe cambia de asunto y me habla con cariño y admiración de su abuelo, el Conde de Barcelona, lo que me emociona.

–Se adelantó a su tiempo. Lo que él quería para España es lo que se ha hecho después. Admiro mucho su clarividencia, su abnegación, su espíritu de sacrificio. Es un español excepcional.

–Y ahora, el primer súbdito del Rey –le digo.

–También lo soy yo. Como hijo y como heredero de la Corona, mi lealtad hacia el Rey significa obediencia y sacrificio. (Se ha puesto muy serio de nuevo. Siente profundamente lo que dice).

–Obediencia en cuanto a seguir sus consejos y la línea señalada por sus actos y su forma de ser. Tanto el Rey como la Reina son un ejemplo a seguir. Por otro lado, mi lealtad en estos momentos consiste también en asumir con seriedad el papel que me corresponde como heredero de la Corona, preparándome lo mejor posible para el futuro, aunque ello suponga en ocasiones grandes sacrificios. Pero creo que por España ningún sacrificio es demasiado grande.

Miro al Príncipe y le digo que esas fueron las palabras de su abuelo cuando abdicó. Recuerdo la emoción vivísima que sentí aquella mañana de la primavera de 1977, cuando Don Juan de Borbón, después de pronunciar su discurso de renuncia, se cuadró ante su hijo el Rey, inclino la cabeza altiva y dijo: «Majestad, por España, todo por España. ¡Viva el Rey! ¡Viva España!». Y abdicaba con estas palabras los derechos a la Corona española que había custodiado de forma ejemplar y abnegadísima, frente a la dictadura, durante treinta y seis años. Pero todavía me emocioné más aquel día de invierno y de tristeza cuando Don Juan de Borbón, con el cáncer enroscado a la garganta, con la fiebre de cuarenta grados quemándole los ojos, azotada la piel por el destino, sangre de Reyes, quiso cumplir el juramento que había hecho en 1941, se fue allá, a la Roma de los Papas y los Emperadores, tomó el cadáver intacto de su padre, lo llevo en un barco de guerra hasta Cartagena y después, abrazado a la bandera roja y gualda, lo depósito bajo las piedras heladas de El Escorial, en el lugar que le correspondía, allí donde, entre mármoles y bronces viejos, aguardaban a Alfonso XIII sus antepasados para que pudiera explicarles, con la voz oscura del granito, la lección amarguísima del destierro y la injusticia a los Reyes que escribieron la historia de España.

Ahora, Don Juan de Borbón se ha situado ya por encima del bien y del mal. Cuando habla parece como si lo hiciera desde las mismas páginas de la Historia y, al reflexionar sobre su vida pasada, contempla con serenidad absoluta cómo empalidece el esplendor en la hierba, cómo se apagan las antiguas risas, cómo aprietan los viejos dolores enterrados.

Fuerzas Armadas y Constitución

Todavía el Príncipe de Asturias, que habla con absoluta tranquilidad y con una claridad de ideas sorprendente en su edad, me dice dos cosas, que apunto para que no se pierdan enredadas en la conversación.

–Las Fuerzas Armadas, para cumplir con la misión que les asigna la Constitución de defender la integridad y la unidad de la Patria, deben estar bien equipadas, instruidas y preparadas de acuerdo con los tiempos en que nos ha tocado vivir. En estos años de mi formación castrense estoy conociendo a las Fuerzas Armadas intensamente y puedo asegurar que están constituidas por un conjunto de hombres de bien, cuya principal preocupación es perfeccionarse continuamente para mejor servir al pueblo español. La Constitución es la base, la Carta Magna de todos los españoles. El Rey debe pensar siempre en el bien de los españoles, pero manteniéndose dentro del marco que la Constitución señala al Jefe del Estado.

Ha aprendido bien Don Felipe que viene de lejos el deseo del pueblo de que se respeten sus libertades y, tras elogiar a Alfonso XIII, señala agudamente alguno de sus errores. En el romance de Bernardo de Carpio se leen estos versos, que hubieran debido ser lectura de cabecera de todos los monarcas: «Dé el Rey su oro a los franceses más no les dé sus vasallos que en mermar las libertades no tienen los Reyes mando».

La larga sobremesa termina ya. Hemos conversado sobre mil cosas más. No ha eludido el Príncipe ninguna cuestión. Es domingo y me doy cuenta de lo que significa para él haber sacrificado este almuerzo. Le acompaño hasta la puerta, como hice tantas veces en este mismo hotel con su padre hace treinta años, cuando Don Juan Carlos era un cadete. Le veo tan joven, tan alto, tan buena persona, tan sencillo, tan simpático, que siento un estremecimiento al despedirle.

No sabe bien Don Felipe lo que le espera. Duro trabajo el de Príncipe, tremendo oficio el de Rey. Qué equivocados están los que envidian su papel y creen en las historias doradas del Príncipe azul. «Que el reinar es tarea –escribió Quevedo–, que los cetros piden más sudor que los arados, y sudor teñido de las venas; que la Corona es el peso molesto que fatiga los hombros del alma primero que las fuerzas del cuerpo; que los palacios para el príncipe ocioso son sepulcros de una vida muerta, y para el que atiende son patíbulos de una muerte viva».