Opinión
Corrupción con membrete
Nadie roba con miedo. Se roba con método. El poder, que antaño corrompía, ahora anestesia. La indecencia ha dejado de ser pecado, es protocolo
La podredumbre ya no se esconde, se pavonea. En su descaro ha encontrado estilo, una manera de presentarse al mundo sin rubor. Cuando la falta se acomoda, la conciencia se adormece, y la vida pública se vuelve un teatro sin tramoya. Lo vemos cada día, desde hace ya demasiado: el socialismo de Sánchez se contempla a sí mismo en el espejo del poder con la calma de quien ya no se disculpa.
Los sobres con el sello del partido, esa papelería del cinismo, no son anécdota, sino retrato. El delito se ha hecho oficial, con membrete, con sonrisa. Lo que antes era culpa hoy se tramita; lo que antes fue vergüenza hoy se comunica. Y el crimen, domesticado, ha aprendido a hablar con el tono neutro de las oficinas y el brillo inocente del fluorescente.
España asiste a todo con su mezcla de inteligencia y resignación. La vieja deshonra se ha vuelto rutina; el saqueo, una costumbre; y el escándalo, una nota de agenda. Los culpables comparecen sin pudor, con ese tono administrativo de quien se sabe protegido por la forma. Todo se dice en el idioma del trámite: proceso, incidencia, ajuste contable.
El delito ya no mancha: se archiva. La lengua de la infamia se ha hecho de oficina, con sellos, carpetas y un orden que da miedo. Sánchez, maestro del tono neutro, gobierna con la impasibilidad del telediario. Ha aprendido que, en una sociedad cansada, la apariencia pesa más que la verdad, y que la falta, bien peinada, deja de parecerlo. Su gobierno respira ese aire de pasillo encerado, de poder que no arde ni late, pero ocupa.
Ninguna época ha cultivado tan bien la compostura del vicio. Esta descomposición es luminosa, casi estética, sin olor. La indecencia viaja en coche oficial y se viste de acto público. La palabra ética sobrevive como adorno, como flor de plástico en la solapa del discurso. Si obsceno es el saqueo, peor aún es su normalidad, esa aceptación dócil que lo eterniza.
Las palabras grandes se usan como muebles viejos: sirven para llenar espacio. La decencia, desfondada, se pronuncia por inercia, como si bastara con nombrarla para conjurar la podredumbre. La vergüenza, en cambio, ya no comparece: ha sido dada de baja del protocolo.
Lo que un día fue autoproclamada conciencia de los humildes se ha convertido en decoración ministerial. La antigua fe del obrero es hoy marketing de gabinete. Se gobierna por imagen, por frase, por encuadre. Las promesas pesan menos que el foco que las ilumina. Ya nadie roba con miedo. Se roba con método.
El poder, que antaño corrompía, ahora anestesia. La indecencia ha dejado de ser pecado, es protocolo. Se despacha con sonrisa, se firma con bolígrafo azul, se entrega con rueda de prensa. Todo está tan cuidadosamente presentado que el mal parece un trámite inevitable.
La estética del control lo ha sustituido todo: la culpa, el arrepentimiento, incluso la necesidad de justicia. A veces, uno los ve hablar y tiene la sensación de que se han olvidado de vivir fuera del plató. Hablan con la naturalidad de quien recita un papel aprendido.
Las palabras pesan, pero no significan. El país, espectador veterano, lo sabe todo y lo tolera todo. Hemos perdido el pudor, que era nuestra última inocencia. Cada nuevo caso es un eco, una repetición del mismo gesto. Las instituciones limpian las paredes mientras el fango se organiza por dentro.
La Prensa se indigna un día y al siguiente, sin embargo, bosteza. Los jueces escriben lentamente la historia de una culpa que no conmueve. Y la calle, que aún respira, se acostumbra a caminar sobre la costra del escándalo.
Pedro Sánchez no ha conquistado al país, lo ha dormido. Descubrió que el cansancio manda más que un mitin. No gobierna por entusiasmo, gobierna por agotamiento. Habla en un tono que no convence ni irrita, telediario que no se apaga, zumbido que adormece. Ha convertido el tedio en anestesia, la costumbre en pura obediencia.
Cada crisis baja un grado hasta el tibio, cada escándalo pierde nombre y fecha. La indignación suena antigua, la protesta parece un anacronismo. La fatiga se ha vuelto una doctrina: el sosiego forzoso de los gobernados. El cansancio es hoy el nuevo contrato social, un acuerdo tácito entre el poder que cansa y la sociedad que ya no quiere discutir.
El país no es indiferente, está cansado. Le duelen los días y calla, como quien no quiere discutir con el médico. Recuerda, pero ya no protesta. No porque le dé igual, sino porque el poder ha convertido el agotamiento en paz. Le han quitado el pulso y le han dejado la compostura. Camina entre la sospecha y la rutina, entre la lucidez y la pereza moral.
Si obsceno es el vicio, peor aún el sosiego que lo ampara, esa calma de hospital con que el poder administra su enfermedad. Pero bajo esa quietud todavía respira algo: un rumor, una sed de limpieza, una dignidad que se mueve despacio, como una fiebre que vuelve.
El país se mira al espejo, no se gusta, se peina. Y, de pronto, un destello, como un gesto leve de quien quiere verse despertar.