Jorge Vilches
La corrupción y las urnas
Los ciudadanos indignados por «Tito Berni» irán a la abstención como expresión de su desprecio
La corrupción se castiga en las urnas, claro, aunque a estas alturas de la película, cuando la infección ha llegado a todos los partidos, el fenómeno ha cambiado. Ya no traslada el voto de un partido a otro, sino que lo desanima, y el votante se queda en casa. Al grano: la cuestión es que la mayoría del electorado del PSOE, molesto por el caso del «Tito Berni» se irá a la abstención, no al PP.
La España de 2023 no es el país de la década de 1990, en la que las noticias de corrupción comenzaron a manchar esta democracia. Hemos pasado por mucho. La crisis de 2008 a 2014 afectó a la credibilidad del sistema y de la clase política. Los dirigentes y los partidos tradicionales quedaron muy tocados. Eran los tiempos en los que no había «pan para tanto chorizo».
Pero la «nueva política», con aquella tropa de virtuosos oportunistas, fue un rotundo fracaso. Cuando Podemos y Cs marcaban la moral pública solo hacía falta una mención en un chat o el nombre en una investigación judicial para que esa persona dimitiera. Los «nuevos» eran inquisidores con antorchas en busca de portadas con las que rentabilizar la corrupción.
La resaca de aquel fiasco nos ha hecho más escépticos. A ello ha contribuido que los «nuevos políticos» fueron, y son, tan malos como los «viejos». Todo sigue igual. El resultado es que la corrupción ha dejado de tener efecto electoral.
En su día, Cs se benefició del paseo de los dirigentes populares por los juzgados, los de verdad y los televisivos. Albert Rivera quiso que su partido fuera la «derecha aseada», sin corrupción y enfrentada a los nacionalismos. No funcionó, ni volverá aquella posibilidad. Ha sido la única ocasión en la que la corrupción ha sido el puente para el trasvase de votos entre partidos.
Luego vino el caso andaluz, que es una muestra del efecto real de la corrupción en las urnas. La victoria del PP por mayoría absoluta en 2022 solo se produjo cuando se vio que el gobierno de la derecha, del PP con Cs, no suponía el apocalipsis con el que alarmaba la izquierda.
Las acusaciones del PP al PSOE por la trama de los ERE, y que se viera a los dirigentes socialistas en el juzgado, no tuvieron verdadero efecto. Los socialistas ganaron con el 27,95 % de los sufragios en las elecciones de 2018, tras meses de que arrancaran los juicios por corrupción. Cuatro años después fue la experiencia del Gobierno de coalición de Moreno Bonilla y Juan Marín la que sirvió para el vuelco electoral.
La corrupción hoy forma parte del paisaje, de lo cotidiano y conocido. La argentinización política de España ha llegado al punto de que, para el elector corriente, el político es corrupto o no es político. Hay ciudadanos que no entienden decisiones públicas si no es por una mordida, un trato de favor, o un interés espurio.
Así, una vez que todos los partidos son considerados corruptos, la corrupción del adversario deja de valer para ganar sus votos. Y no nos equivoquemos: una cosa es que los españoles encuestados digan que la corrupción les preocupa y otra que sea el motivo que decida su apoyo electoral. Los ciudadanos indignados por «Tito Berni» irán a la abstención como expresión de su desprecio. Quizá este desaire sirva para aumentar el peso de los votantes del PP, mucho más animados en la empresa de echar a Sánchez.
El caso de «Tito Berni», un socialista que por la mañana votaba abolir la prostitución y por la tarde iba a burdeles para hacer negocios, si en algún sitio puede tener efecto será en Canarias. Pero ya verán como el palo electoral se achacará a la corrupción de un «garbanzo negro», el «Tito Berni», y no a la nefasta labor de Pedro Sánchez o a la mala gestión socialista. Y a otra cosa, mariposa.
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