Una Corona con futuro
Felipe VI: modernidad, utilidad y tradición
El Rey ha puesto distancia jurídica y simbólica, al tiempo que preserva el reconocimiento histórico del papel de su padre. La tensión entre gratitud histórica y reproche ético forma parte de un «pacto de continuidad selectiva» que el actual Monarca trata de articular
En su discurso de proclamación ante las Cortes del 19 de junio de 2014, Felipe VI definió su misión en términos de ejemplaridad, cohesión y servicio público —buscando responder a la erosión reputacional acumulada y a la crisis de confianza tras la recesión económica global—, y situó a la Corona como «monarquía parlamentaria» al servicio de la ciudadanía, con especial énfasis en la unidad en la diversidad territorial y generacional. Esta intervención fijó la promesa de «una monarquía renovada para un tiempo nuevo».
La traducción práctica de ese compromiso llegó muy pronto: la Casa del Rey se sometió al régimen de transparencia pública, con publicación de retribuciones, auditoría externa de cuentas y un código interno de conducta activados a partir de 2014-2015. Aunque su puesta en práctica comenzó a finales del reinado anterior, Felipe VI convirtió esa agenda en la columna vertebral de su narrativa institucional.
En marzo de 2020 se produjo un gesto clave, al renunciar el Rey a cualquier herencia de Juan Carlos I «cuyo origen no esté en consonancia con la legalidad» y retirar la asignación al Rey emérito. La decisión, adoptada en medio de investigaciones periodísticas y judiciales, buscaba blindar a la institución frente a responsabilidades patrimoniales ajenas y subrayar la separación entre pasado y presente monárquicos.
En 2022, Felipe VI publicó por primera vez su patrimonio personal (aproximadamente 2,6 millones de euros), algo inédito en la Monarquía parlamentaria española que encajaba en su línea de transparencia. La Casa del Rey, por su parte, ha consolidado una política informativa regular sobre presupuestos, regalos institucionales y ejecución del gasto.
Tradición actualizada: continuidad selectiva con Juan Carlos I
La continuidad más sólida con el reinado de Juan Carlos I es de naturaleza constitucional: el Rey ejerce la jefatura del Estado y el arbitraje que le atribuye la Constitución, sin gobernar ni asumir la iniciativa política. La práctica de las «rondas de consultas» y la propuesta de candidato a la Presidencia del Gobierno –un resorte clave en periodos de bloqueo– dependen del artículo 99 de la Constitución y de un uso prudente de la misma. Las últimas legislaturas han puesto a prueba esta función en contextos de cámaras fragmentadas.
La continuidad es también simbólica y dinástica: la Princesa Leonor juró la Constitución el 31 de octubre de 2023, asegurando la transmisión generacional del pacto de 1978 y la estabilidad de la jefatura del Estado. La secuencia –ingreso en la Academia General Militar, jura de bandera en Zaragoza, y continuidad de la formación militar– proyecta la idea de preparación institucional de la Heredera, una tradición adaptada a sensibilidades actuales.
La ruptura respecto al legado de Juan Carlos I, sin embargo, es ética y reputacional. La salida de Don Juan Carlos hacia los Emiratos en 2020 y las revelaciones sobre su patrimonio afectaron a la imagen pública de la Corona. Felipe VI ha puesto distancia jurídica y simbólica, al tiempo que ha preservado el reconocimiento histórico del papel de su padre en la Transición y en el 23-F. Esa tensión entre gratitud histórica y reproche ético forma parte de un «pacto de continuidad selectiva» que el actual monarca ha tratado de articular.
La Monarquía de Felipe VI como monarquía moderna
La modernización desplegada por el Rey ha tomado varias direcciones.
Transparencia y rendición de cuentas: la Casa del Rey somete sus cuentas a control externo y publica el desglose presupuestario y las retribuciones, con un presupuesto que, en los últimos ejercicios, se ha mantenido estable en torno a 8,4 millones.
Ejemplaridad patrimonial: la declaración patrimonial del Rey en 2022, junto con la renuncia a la herencia en 2020, constituye una doble señal de integridad, infrecuente en jefaturas de Estado hereditarias.
Neutralidad: Felipe VI ha evitado pronunciamientos ideológicos, preservando el espacio neutral de la Corona para facilitar procesos institucionales. En contextos de investidura compleja, se ha ceñido a la letra del artículo 99, con un uso sobrio del margen que le deja la Constitución.
Proyección internacional: la presencia en cumbres y visitas de Estado ha reforzado la visibilidad exterior de España, en particular durante la Cumbre de la OTAN en Madrid en 2022, que además subrayó la inserción del país en la agenda de seguridad euro-atlántica tras la invasión rusa de Ucrania.
La Corona, encarnación de continuidad
La Corona opera como un dispositivo de continuidad constitucional. Felipe VI ha insistido en una tradición que preserva ritos y liturgias de Estado, introduce códigos contemporáneos (lenguaje inclusivo, proximidad con víctimas y colectivos vulnerables, atención a la empresa, la ciencia y la tecnología) y evita el boato excesivo. En ese sentido, la jura de la Constitución por parte de la Princesa Leonor, junto a su formación castrense y la preparación para asumir sus futuras funciones como Reina, suponen la institucionalización de una tradición actualizada, con capital simbólico femenino y generacional.
El discurso de 2017
El mensaje televisado del 3 de octubre de 2017, tras el referéndum ilegal del 1-O en Cataluña, es quizá el acto más controvertido del reinado. En un contexto de crisis territorial sin precedentes desde 1978, el Rey subrayó el quebrantamiento constitucional por parte de las autoridades autonómicas y llamó a los poderes del Estado a restaurar el orden democrático. Donde unos vieron liderazgo constitucional, otros lo interpretaron como un rechazo al diálogo, pero se puede afirmar que su discurso ha quedado como una reafirmación clara del papel de la Corona cuando la integridad constitucional está amenazada.
Representación, reputación y marca-país
La monarquía lleva a cabo funciones representativas clave, y despliega un «soft power» que se activa en misiones comerciales, culturales y científicas.
Los retos de la inestabilidad política
La fragmentación y polarización internas, la quiebra del bipartidismo, la dinámica de bloques y la competencia centro-periferia han convertido las investiduras en procesos inciertos. La Corona, árbitro del proceso de investidura, garantiza que este se ajuste a la norma y a plazos razonables, preservando el interés general ante posibles bloqueos.
El ciclo político catalán, la amnistía y la obligación de neutralidad: la aprobación de la Ley Orgánica de Amnistía de 2024 ha reabierto debates jurídicos y políticos sobre la separación de poderes. La función simbólica la Corona, su encarnación de la unidad y su relación con todas las instituciones del Estado la obligan a representar a todos, sin pronunciarse sobre decisiones parlamentarias controvertidas.
Entorno internacional volátil: la guerra en Ucrania, el reajuste del orden de seguridad europeo y la presión para aumentar el gasto en defensa sitúan las cuestiones de seguridad en el centro del debate político. Aquí, Felipe VI actúa como activo diplomático de primer orden, apoyando la proyección internacional del país y enmarcando posibles consensos estratégicos que trascienden al ciclo político.
Opinión pública y legitimidad: Las encuestas detectan una división de opiniones sobre la forma del Estado, con un segmento favorable a la república y otro, mayor, favorable a la monarquía, junto a un espacio de indecisos. Sin datos oficiales del CIS sobre la cuestión, los estudios publicados por medios, firmas demoscópicas y algunas instituciones –a este respecto se puede consultar, por ejemplo, el estudio reciente de REMCO «La juventud española dialoga sobre la monarquía», elaborado por Francisco Llera y José M. León– ofrecen algunas señales de volatilidad y de segmentación generacional y territorial. La Corona, en consecuencia, debe gestionar su legitimidad día a día, por desempeño.
¿Qué aporta el reinado de Felipe VI?
Una garantía procedimental en tiempos de fractura. En un sistema parlamentario, la jefatura del Estado es, sobre todo, garante de las reglas de juego. Felipe VI ha cultivado una presencia institucional que evita la exposición partidista, preserva la liturgia constitucional y dota de continuidad a la relación entre poderes del Estado. Su contribución específica ha consistido en «procedimentalizar» momentos de alto voltaje como investiduras fallidas, repeticiones electorales y crisis territoriales. Lo que importa aquí no es solucionar, sino ordenar.
Una regeneración reputacional. La estrategia de transparencia ha generado un nuevo estándar para la institución. Aunque no neutraliza por completo el desgaste heredado, sí desplaza el debate hacia el desempeño y reduce vulnerabilidades frente a la crítica. Se trata de una de las principales «políticas públicas» de la Casa del Rey durante el reinado de Felipe VI.
«Soft-power» y diplomacia económica. En un escenario de competencia geopolítica y de transición tecnológica, la Corona es útil como facilitador de misiones comerciales, culturales y científicas, y como respaldo a la marca-país. La presidencia de cumbres como la de la OTAN en 2022, o la agenda de visitas de Estado, contribuyen a ese impacto positivo sin comprometer la neutralidad.
Una transición dinástica ordenada. La planificada formación de la Heredera refuerza la previsibilidad institucional a medio plazo. La jura de la Constitución y la formación militar de la Princesa Leonor operan como credencial de continuidad y como señal de adaptación de la monarquía a sensibilidades contemporáneas como la igualdad, la profesionalización o el servicio público.
No obstante, existe un posible obstáculo para todo lo mencionado que es estrictamente político y ajeno a la institución. La utilidad de la Corona depende de que los actores partidistas quieran aprovechar su arbitraje simbólico. Ningún gesto del Rey puede sustituir mayorías parlamentarias, ni solucionar, por sí solo, la polarización. La institución suma cuando ordena, reduce fricciones y mantiene abiertos canales ceremoniales, pero puede restar cuando se la quiere arrastrar al debate partidista o se proyectan sobre ella expectativas de solución que no puede cumplir.
Conclusión: una monarquía austera, efectiva y transparente
El reinado de Felipe VI ha sido, en esencia, un proyecto de contención ética (frente al legado problemático del emérito), procedimental (en ausencia de consensos parlamentarios) y gestual (austeridad y baja exposición). Esa contención es coherente con el marco constitucional: la monarquía parlamentaria funciona mejor cuanto menos «interviene» y más «ordena». Que esto sea suficiente para sostener su legitimidad dependerá de tres condiciones:
Estabilidad del sistema para que el arbitraje sea creíble y útil. Si las instituciones se degradan por bloqueo crónico o deslegitimación, el valor del árbitro se erosionará.
Mantenimiento de los estándares de ejemplaridad que consoliden una percepción de honestidad fundamental de la institución por encima de la controversia política.
Una transición dinástica bien gestionada, que convierta a la Princesa Leonor en figura de consenso intergeneracional.
En el plano internacional, un mundo más incierto incrementa la demanda de símbolos estables y de diplomacia no partidista. Nuestro país se beneficia de una jefatura del Estado que, sin invadir competencias, acompaña las estrategias de seguridad y alianzas, y contribuye a hacer inteligible el rumbo del país ante socios y mercados.
En suma, si el reinado de Juan Carlos I fue el del paso de un régimen dictatorial a otro democrático y el de la inserción europea, el de Su Majestad Felipe VI está siendo el de la consolidación de las reglas de juego en un escenario político fragmentado, con una institución bajo escrutinio y con exigencias éticas elevadas.
Su monarquía es deliberadamente sobria, moderna en estándares y tradicional en liturgias: una tradición actualizada cuyo éxito dependerá no tanto de gestos épicos como de la persistencia en la ejemplaridad y el respeto estricto a los procedimientos. Esta será su mayor aportación: ayudar a que las instituciones funcionen y se vean funcionar.
* Francisco Beltrán Adell es Profesor de Política Comparada en IE University y Director de la Red de Estudios de las Monarquías Contemporáneas REMCO