Leonor, el futuro

El cuerpo de la reina

Doña Leonor ha entendido que su papel no consiste en huir de la mirada, sino en administrarla con inteligencia, en habitar el símbolo sin perder su yo

La Princesa de Asturias, en una imagen del pasado verano en Gerona
La Princesa de Asturias, en una imagen del pasado verano en GeronaDavid BorratAgencia EFE

Durante siglos los monarcas fueron considerados seres de una doble naturaleza. La doctrina política y teológica de la Edad Media dictaba que el rey tenía dos cuerpos, uno mortal y otro eterno. El primero enfermaba, envejecía y moría; el segundo –el «cuerpo político» o «místico»– encarnaba la continuidad del reino, la soberanía, la justicia y el orden. Cuando un rey moría, no desaparecía del todo: «El rey ha muerto, viva el rey», proclamaba la multitud; se sella aún hoy así el tránsito entre dos cuerpos, entre la carne que perece y la institución que sobrevive. La idea, expuesta por Ernst Kantorowicz en «Los dos cuerpos del rey», describe con exactitud esa transformación simbólica. A partir del momento en que un monarca es coronado deja de pertenecerse: su cuerpo, su voz, sus gestos, su descendencia y hasta sus enfermedades son patrimonio público.

Pero ¿qué sucede cuando ese cuerpo no es el de un rey, sino el de una reina, o, como es el caso de la joven Doña Leonor, de una princesa heredera, una reina en formación? ¿Qué ocurre cuando lo divino, lo místico y lo político se superpone a un cuerpo femenino, sujeto a una observación incesante, a la crítica estética, al juicio moral y al escrutinio emocional de su época?

La respuesta no requiere mucha imaginación: lo que en el varón se interpreta como símbolo, en la mujer suele convertirse en análisis de los objetos. Lo que en el rey es dignidad, en la reina se transforma en apariencia; lo que en el soberano se percibe como peso de la historia, en ella se reinterpreta y se desvía a la disciplina corporal o su elección de vestuario. Las reinas actuales han capeado como han podido y como les han permitido, esa excepcionalidad, que resulta especialmente cruel con las reinas consortes. La tradición que mitificó el cuerpo del monarca ha derivado en una suerte de teología invertida del cuerpo femenino real, donde cada gesto de la reina o de la heredera se convierte en un mensaje, cada arruga en un debate y cada vestido en una alegoría.

La Princesa de Asturias ha crecido dentro de ese marco narrativo implacable. Su destino no es solo institucional: implica aspectos corporales, mediáticos, y simbólicos. Desde el momento en que fue presentada al mundo, recién nacida, tan bonita, tan frágil, la mirada pública comenzó a modelarla, a leer en su rostro los rasgos del padre y de la madre, a comparar su estatura con la de su hermana, a valorar la forma en que camina, sonríe o viste. Ninguna adolescente española –y muy pocas europeas– viven hoy bajo una exposición tan minuciosa, tan constante, tan aparentemente amable y al mismo tiempo tan implacable.

En un país que se define como moderno y democrático seguimos construyendo a nuestras reinas como ídolos de carne sometidos a un juicio perpetuo, donde la Prensa y la opinión pública ejercen el papel que antaño correspondía al teólogo o al cronista de palacio. Se examinan las uñas, los pendientes, los zapatos, los tejidos; se deducen temperamentos a partir de un peinado; se sopesan los kilos ganados o perdidos; se celebran las coincidencias de look con la madre, o se oponen sus estilos como si fueran la metáfora de dos épocas irreconciliables.

El cuerpo del rey era, según Kantorowicz, incorruptible y sagrado. El de la reina –y más aún, el de la futura reina– se convierte hoy en un cuerpo hiperreal, diseccionado hasta la extenuación. Lo mismo ocurre con sus emociones: cualquier leve incomodidad se convierte en motivo de análisis. Si sonríe, es superficial; si no lo hace, es fría. Si imita el gesto de su madre, es obediente; si improvisa, es rebelde. Resulta difícil acertar cuando la identidad se vive bajo ese foco.

Detrás de la aparente frivolidad de los titulares se esconde una misoginia estructural que sigue atribuyendo a las mujeres públicas una obligación de representar, no de actuar. La Princesa de Asturias (y, en menor medida, la Infanta Sofía) carga con un peso adicional: no se le concede el derecho a la metamorfosis. Una política puede reinventarse; una actriz, cambiar de registro; una deportista, retirarse. Pero una futura reina crece sin margen de error, porque el propio cuerpo que ocupa no le pertenece, como si cada uno de sus gestos fueran un adelanto de cómo será la futura monarca; y, sin embargo, bajo el ruido mediático, hay una muchacha que estudia, que se prepara, que carga con el peso simbólico de representar una institución y un país. Esa circunstancia merece comprensión, apoyo, lealtad y respeto.

La historia de las reinas europeas ofrece una larga serie de ejemplos de cómo la feminidad fue interpretada, ahormada y vigilada. Desde Isabel I de Inglaterra, que adoptó el lema «Tengo el cuerpo de una mujer, pero el corazón y el estómago de un rey», hasta la reina Victoria, convertida en madre del imperio o Isabel II de España, que vivió la santificación y el linchamiento mediático con pocos años de diferencia. Todas ellas, cada una a su modo, encarnaron esa paradoja: su poder dependía de su imagen, pero su imagen las devoraba. En su aparente privilegio se escondía una profunda soledad. El cuerpo de la reina, destinado a simbolizar la continuidad de la monarquía, se convertía en campo de batalla entre la autoridad y la belleza, entre la maternidad y el deber, entre la carne y el mito.

Hoy, en la era digital, esa exposición se ha multiplicado. Las redes sociales han sustituido los salones cortesanos; los comentaristas anónimos, a los embajadores. La vigilancia ya no procede solo del poder político o del protocolo: procede del público, de todos nosotros. Vivimos en una cultura que devora imágenes femeninas con la misma velocidad con que las fabrica, y donde las jóvenes son observadas no por lo que piensan o logran, sino por cómo aparecen.

En ese contexto, de la Princesa se espera que sea moderna, pero tradicional, cercana, pero impecable, espontánea, pero controlada, culta, pero discreta y elegante, pero sin ostentación. Cada una de esas exigencias es contradictoria, y juntas conforman un laberinto. Convertirla en icono –para idealizarla o para criticarla– significa que repetimos el error histórico de negar a las mujeres la complejidad que se concede a los hombres.

La teoría del «cuerpo del rey» tenía una dimensión casi mística: el monarca era el mediador entre lo humano y lo divino, el garante del orden natural. Cuando un rey o una reina aparece en público, se reactiva ese viejo reflejo de mirar su cuerpo como si no fuera del todo humano. En el caso de una jovencita, esa sacralización adopta tintes inquietantes. El cuerpo femenino ha sido, durante siglos, un territorio para la proyección: a las reinas se las ha querido ver como vírgenes o como madres, pero rara vez como personas completas. Se las observa con el mismo fervor con que se examina una reliquia o una escultura: se busca en ella signos de perfección o de error, más que rasgos de humanidad. Hay en todo ello una contradicción de fondo. Como sociedad decimos rechazar los estereotipos de género, pero las adolescentes crecen rodeadas de modelos imposibles; las figuras públicas, multiplicadas en pantallas y titulares, se convierten en espejos distorsionados. En el caso de la Princesa, esa distorsión alcanza una dimensión institucional.Sin embargo, la joven Leonor parece afrontar esa exposición con una serenidad admirable. Ha aprendido a moverse con naturalidad, habla con aplomo, mantiene el equilibrio entre la sobriedad y la cercanía. Su formación, su discreción y su sentido de la responsabilidad desmienten la frivolidad con que a veces se la aborda. Tal vez ha entendido que su papel no consiste en huir de la mirada, sino en administrarla con inteligencia, en habitar el símbolo sin perder su yo.

El futuro de las monarquías depende de eso: de que sus miembros consigan devolver humanidad a lo simbólico, de que transformen ese ente abstracto y casi divino en una presencia tangible, imperfecta, pero auténtica, honorable y alejada de los antiguos errores. Si los reyes y reinas de hoy logran mostrarse como personas reales en un mundo saturado de ficciones, el viejo mito de los «dos cuerpos» podría reconciliarse con la democracia.

La Princesa de Asturias representa una posibilidad nueva. Crece en una generación que exige transparencia y empatía; en un país donde la igualdad ya no es un ideal retórico, sino un marco asentado. Su reto consistirá en adaptarse a la institución sin quedar atrapada en la iconografía.

Quizá entonces podamos percibirla no como un cuerpo místico ni como un maniquí perfecto, sino como una mujer joven que carga con una historia ajena y que, pese a todo, intenta hacerla suya. Y tal vez aprendamos, al mirarla con respeto y sin devorarla, que en su humanidad está el futuro de lo que entendemos por monarquía: en la presencia consciente, lúcida y libre de quien sabe que el poder no reside en el cuerpo que representa, sino en el alma que lo habita.