Política

Conflicto de Gibraltar

Gibraltar desde Menorca

La Razón
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Por supuesto seguimos con preocupación desde Menorca la situación que se vive en Gibraltar. Aquí conocemos bien los Tratados de Utrecht, el precio que pagó una decadente España en 1713 a consecuencia de aquella guerra europea que llamamos de Sucesión. Conmemoramos este año los 300 años de la firma y no redoblan precisamente campanas de gloria, sólo reflexiones de puro carácter histórico.

Escribo el mismo día en que una historiadora inglesa–Anne Marie Akehurst– nos habla de Utrecht, en un clima de envidiable convivencia entre ingleses y españoles. De facto las dos comunidades trabajamos en la recuperación de un hospital naval ubicado en la Isla del Rey en pleno centro del puerto de Mahón, mandado a construir por el almirante inglés Jennings en 1711, cuando aún no se habían firmado los Tratados. Inglaterra ya daba como consumados hechos, aún en trámite diplomático.

Respondieron también con hechos consumados Carlos III y su ministro Floridablanca para conquistar Menorca a base de bloqueo naval, tren de sitio y artillería, en 1781. Los tratados impuestos a veces no merecen otra respuesta. Pero también es cierto que no pudimos militarmente conquistar Gibraltar, especialmente por no contar con una Armada a la altura de las necesidades que precisaba aquella España del siglo XVIII en la que aún «no se ponía el sol en sus dominios». Carlos III, que siempre consideró la perdida de Gibraltar y Menorca como el coste del cambio de dinastía, no pudo aprovechar la debilidad inglesa empeñada en la independencia de sus colonias norteamericanas.

Pero los tratados siempre han tenido sus «fusibles», sus lados humanos. Los pescadores de La Línea siempre han utilizado unos caladeros para subsistir, sin saber incluso que existe Utrecht. Alguien decidió saturarlos con bloques de hormigón. Es decir, alguien inició una escalada que encontró lógica respuesta. Controles. Fin del contrabando. Ahora ya hablamos de maniobras navales. No volvamos a las cañoneras.

Espero que el sano juicio llegue a buen puerto, incluso antes de que lo hagan los barcos de Su Graciosa Majestad.