Fin de ETA

Las cicatrices que nunca se cerrarán

Una víctima de la banda, un policía nacional, un guardia civil, un sanitario y un fotógrafo repasan su relación cotidiana con el dolor de los años de plomo: «Sabíamos lo que había: un muerto cada cuatro días»

LA RAZÓN reunió ayer en la Plaza de la República Dominicana de Madrid, en la que ETA asesinó a doce guardias civiles en 1986, a cinco personas que han vivido de cerca en las últimas décadas la actividad criminal de la banda/ Luis Díaz
LA RAZÓN reunió ayer en la Plaza de la República Dominicana de Madrid, en la que ETA asesinó a doce guardias civiles en 1986, a cinco personas que han vivido de cerca en las últimas décadas la actividad criminal de la banda/ Luis Díazlarazon

La ceremonia propagandística que viene oficiando ETA con la excusa de su disolución certifica su final. La imagen de una derrota que, sin embargo, deja cicatrices en quienes vivieron de cerca el dolor. Entre las víctimas y sus familias.

La ceremonia propagandística que viene oficiando ETA con la excusa de su disolución certifica su final. La imagen de una derrota que, sin embargo, deja cicatrices en quienes vivieron de cerca el dolor. Entre las víctimas y sus familias. Pero también entre los policías y guardias civiles que en los años de plomo no tuvieron más remedio que incorporar a su rutina el entierro de sus compañeros. El de los sanitarios que al acercarse al escenario de un atentado sabían antes de bajar de la ambulancia que ETA estaba detrás porque ya distinguían el olor de su explosivo. O el de los profesionales de la Prensa que, por llegar pronto al lugar de la noticia, se chocaron de bruces con la imagen de un niño al que los pistoleros habían dejado huérfano camino del colegio.

Alfonso Sánchez tiene grabado cada fotograma de la mañana del 9 de septiembre de 1985: «Milisegundo a milisegundo. Llevaba una bolsa, con un bocadillo de jamón y una Coca Cola. También un libro por si tenía tiempo, “Las cuatro plumas”, que ya no he leído nunca. Lo tengo guardado junto a mi tarjeta de servicio ensangrentada». Con 19 años, había dejado la academia de la Guardia Civil dos meses antes. Era consciente de la amenaza: «Había un muerto cada cuatro días. A mi hermano, también guardia civil en Logroño, le tiraban bombonas desde las terrazas, pero nunca piensas que en Madrid te iba a tocar a ti». Sin embargo, le «tocó». Fue uno de los heridos en el atentado de la Plaza de la República Argentina. Un Peugeot 505 que De Juana Chaos y Soares Gamboa aparcaron en este punto del distrito de Chamartín explotó al paso del microbús en el que viajaba Alfonso, actual presidente de la AVT, y 16 compañeros más. «Recuerdo el silencio. Después, ya sólo colores. Negro, amarillo, rojo. El pitido en los oídos y te quedas ahí en “off”. Salté y no veía nada porque tenía la cabeza llena de sangre y fue cuando se oyeron los disparos, porque después de la bomba nos ametrallaron. Si no te mataban con la bomba te intentaban rematar». Cuatro años después comprobó que ETA no se había olvidado de él. Destinado a Guipúzcoa, participó en la desarticulación del «comando Eibar»: «Tenían la matrícula de mi coche, mi nombre y mi foto. Volvía a ser objetivo, pero estaba orgulloso de trabajar allí, dando la cara».

A principios de los 80, Francisco Núñez se incorporó a la Policía Nacional: «Guardábamos todas las medidas de autoprotección sin que nadie se diera cuenta. Mirar debajo del coche dejando caer alguna moneda. Andar por la calle y mirar las cristaleras de los escaparates. Tener ojos en la espalda». Este inspector, representante del SUP en la Comisaría de la Policía Científica, celebra ahora la derrota de ETA pero recuerda con impotencia aquellos años: «Nos daba rabia no haberlo podido evitar». En 1995, el tráfico de Madrid quizá le salvó la vida: «Pusieron un coche bomba en Vallecas y mataron a seis trabajadores civiles de la Armada. El destino y el atasco quiso que yo no pasara por ahí de milagro».

Los amenazados sabían con certeza que estaban en riesgo. Como Jesús Velasco, jefe de los Miñones de Álava, asesinado nada más arrancar 1980: «Yo no era consciente de que hubiera amenazas. Sí sé que mi padre lo sabía, que estaba en riesgo», asegura su hija Ana. Estar en la diana no fue, sin embargo, motivo para que los amenazados renunciasen a aquello en lo que creían: «Tenía una conciencia del deber y del servicio a España y, además, como vitoriano él quería vivir en su ciudad. Asumió ese riesgo porque suponía defender que Álava es una parte consustancial de España».

El fotógrafo Pedro Armestre también incorporó los crímenes de ETA a su agenda. «Iba con nervios y con prisa. Recuerdo el miedo por si al acercarme al atentado explotaba el coche en el que habían huído los terroristas». Pasados los años, hay imágenes que no puede olvidar incluso alguien habituado a hacer miles de fotografías: «El atentado de la T-4 fue una salvajada; en otro en la calle Goya, recuerdo la tensión. Era un fin de semana y todo el mundo huía corriendo».

Como los periodistas, los facultativos de los servicios de Emergencias del Ayuntamiento de Madrid vivían alerta del siguiente atentado y, tarde o temprano, llegaba. A Rafael Saavedra le tocó ir a varios. A sus 53 años, lleva 23 años en el servicio municipal y recuerda su primer atentado a la perfección. Fue en la calle del Carmen. La central les advirtió de que había un aviso de coche bomba y Samur acudía en prevención. La zona se acordonó, los Tedax hicieron estallar el coche pero la onda expansiva hizo saltar por los aires una papelera del mobiliario urbano que cayó (fuera del cordón) sobre un agente de la Policía Municipal. Le dio en la cabeza y falleció a los pocos días. Ese tipo de víctimas que no eran objetivo pero murieron por culpa de la banda terrorista. «El problema es que la calle del Carmen es muy estrecha» y no calcularon bien la onda expansiva. «A base de palos hemos ido aprendiendo», asegura Saavedra, explicando en cierto modo que si España es ahora pionera mundial en atenciones ante un atentado terrorista ha sido por la triste experiencia acumulada. En los atentados a los que solían acudir no había muchos heridos a los que atender porque estaban fallecidos. Uno en Puente de Vallecas, en el que sí hubo varios heridos y fallecidos, sirvió de punto de inflexión a nivel organizativo. «Atendimos a tanta gente que nos quedamos sin material en las ambulancias. A partir de ahí creamos un vehículo preparado para atender a 50 personas». Desgraciadamente, se usó en ocasiones posteriores. «Tuvimos que espabilar rápido», reconoce. Su compañero Emilio Benito también recuerda la huella de ETA en Madrid. Participó en nada menos que 22 atentados. El que más le marcó fue el primero, el del «estreno». Fue el verano del 91 en la comisaría de San Blas. «Ahí se nos metió el olor del explosivo que solía usar ETA», recuerda. «Ese explosivo mezclado con el olor a gasolina no se nos borra». Sin embargo, en el atentado que sumó para siempre otro recuerdo atroz fue el de Irene Villa. «Ahí interioricé el segundo olor que para mi es ETA: el olor a carne quemada por una explosión». Benito asegura que estuvo mucho tiempo sin poder comer «comida caliente», porque cualquier olor le recordaba a eso. «Esos dos olores me acompañaron durante veintitantos atentados», sostiene. Y se fueron integrando protocolos en Samur a base de muertos: «Interiorizamos una realidad: cada equis tiempo, entre las 7 y las 8 de la mañana, iba a haber un atentado. Es como el que vive en zona de terremotos y cuando ya llevan un tiempo sin ellos sabe que queda poco. No nos confundíamos». A nivel psicológico, reconocen que están preparados: «Conscientemente no creo que guarde ningún trauma pero los días siguientes a un atentado yo también miraba debajo del coche. Era absurdo, yo no era ningún objetivo, lo sé. Pero lo hacía».