Historia

Colonia

Amparo Rivelles será enterrada en México

Las cenizas de la intérprete viajarán al país americano
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Aunque no componía el masivo lote del exilio republicano que emigró al país de los tamales, Amparo Rivelles descansará en México. La espera el pabellón de los ilustres, donde siempre organizan hermosos adioses hasta cantando «La barca de oro», que tanto emociona a Nati Mistral. Es más que una música y alude a la Caronte. México convierte la muerte en alegría y ese júbilo casi verbenero se renueva cada Día de Difuntos, casi fiesta nacional, cuando visitar cementerios se transforma en jolgorio bañado en tequila.

Tienen una cultura mortuoria sin el aire lastimero y nostálgico pródigo en mi Galicia. El llanto y la pena como verbena justifican así la decisión de María Fernanda, hija única del mito, y su deseo no compartido de situarla con otros grandes extintos de aquella nación hermosa y turística de la que encantan la gente, la comida, la música ruidosa y las bellezas monumentales venidas de la Colonia. Allá la sobreviven afectos imperecederos y el cariño de un público que todavía la adora, como cuando fue la Jimena de El Cid en «Anillos para una dama» y andaba de Tapachula a Mérida empapada por los terciopelos que había diseñado Elio Berhanyer. Aquí la representó circunstancialmente cuando, estrenando en el Teatro Barcelona ya extinto en la capital catalana –¡y prometieron que lo relevantarían!–, María Asquerino enfermó y recurrieron a la Rivelles. No dudó en sustituirla y así tuvimos el mismo personaje épico en doble versión. Fue un gozo recuperador y ante el éxito consideró volver porque, pese al triunfo internacional, le podía la nostalgia madrileña de amigos como Lina Morgan, Luis Sanz, los Herrera Ollero, que revistieron a las mejores clientas –como Celia Gámez y la Dúrcal– y diseñaron el traje nupcial para la primera boda de la Jurado. Amparo era más del refinamiento de la firma «Vargas & Ochagavía», Marbel y Pedro Rodríguez, al que conoció porque su madre era de sus mejores clientes y exhibidoras. Entonoces, –¡ay!– los escenarios eran buen escaparate o casi pasarelas donde admirar interpretación y modelazos. Pasmé cuando vi el vestidor de la Ladrón de Guevara y cómo conservaba cientos de zapatos bajo su correspondiente modelo. Fue árbitro de elegancia en una España de posguerra y verla actuar suponía un doble espectáculo. Su éxito la enfrentó a Irene López Heredia, otra grande pero menos cinematográfica, y comparaban sus triunfos cuando la mejor «Celestina» que aquí se ha visto actuaba en el Alcázar, que fue capilla mortuoria de Amparito. «Irene es como el general Moscardó: desde que ella actúa ahí, nadie entra en el Alcázar», ironizó María Fernanda fiel a su ingeniosa lengua, estilete virtud heredada con menos encono por sus hijos Amparo y Carlos. Solía autoaplicárselo contando que «en América me comparan con las carabelas de Colón: cuando de cría fui con María Guerrero me pusieron "La niña", luego «la pinta» porque volví divorciada de Rivelles, y ya mayor "la Santa María"». Sus anécdotas son históricas como la generosidad de Amparo prestándole a su sobrina Maribel Verdú sus imponentes joyas, aunque perdió en un robo gran parte de lo heredado de su padre Rivelles casi avaro. Evocan su gracia irrepetible: reactualizan a María Fernanda a veces implacable como una tarde, que actuando con su ya ex, él le pidió maquillaje, lo usó, lo devolvió y dijo a su ayudante: «Pregunta a doña María que cuánto le debo». Ella replicó con un «dígale a don Rafael que yo nunca le he cobrado los polvos». Para el México lindo y querido van sus cenizas, pero deja aquí lo mejor de su vida en Flor Baja. Poco oportunismo demostró La Primera cuando en su «Cine de Barrio» no programó ningún homenaje la mañana del sepelio.