Toros

Toros

Ginés, por los pelos, se ordena entre la multitud

Sebastián Castella y Marín cortan una oreja cada uno a una desigual corrida de Santiago Domecq en la Semana Grande de San Sebastián

Ginés Marín por manoletinas hoy en San Sebastián / EFE
Ginés Marín por manoletinas hoy en San Sebastián / EFElarazon

Ibamos por el camino de la brevedad, pero en las antípodas de encaminar el de la felicidad. Si el primero de Santiago Domecq remoloneó en el caballo a modo de soy manso y no humillo y mantuvo su honra hasta el final en la muleta de Antonio Ferrera, el segundo desarrolló una calidad tremenda. Puñetera, porque estaba envenenada. Tenía tanta falta de fuerzas que el toro se convirtió en un inválido antes de despegar la faena del francés Sebastián Castella. Como sería la película, que el torero acortó la media de su metraje muletero y en un pispas aquello estaba resuelto con el estoque en mano. No había nada que hacer. Poco quedaba en “Remirado” de la fiereza que se le presentía. El comienzo de faena, en la verticalidad, bello y bonito de Ginés Marín nos aventuró los mejores presagios. Recién llegado de indultar un toro en Dax. Nos despojamos de pronto de todas las miserias posibles. Eso tiene la tauromaquia. Y se consigue en la décima de segundo que va de un muletazo vulgar a uno sublime. Ahí estábamos, queriéndonos abandonar a la faena para reconciliarnos, pero el pacto se nos acabó por romper antes de llegar al acuerdo. Tuvo cosas buenas el toro, sobre todo en el primer tramo de la faena, antes de que comenzara a esperar las arrancadas, más reservón, más resabiado en su manera de ir. Lo que había regalado antes en sus viajes largos los midió después. Entre una cosa y la otra a Ginés se le espesó la faena que tuvo mucho de todo y poco de nada. Se le ensució con enganchones en el tramo fundamental y faltaron claridad a las aguas.

Como si fuera un desafío ancestral a la mansedumbre el cuarto compitió por el podium con verdadero denuedo. Ni uno quiso. Ni por el derecho. Ni por el izquierdo. Ni de mentira ni de verdad. Apretó en el caballo y tiró al picador, porque en verdad el toro apretaba por dentro. De mentira, como tantas cosas en la vida. Por dentro estuvo luego siempre. Y ahí anduvo Ferrera. A la deriva del toro, por donde marcaba el animal su huida. Tremenda y contrastada.

Un bombón tal y como iba la tarde nos pareció el quinto, tan noble como repetidor. Le faltó un punto de final en el viaje y en el ocaso de la labor se rajó; llevaba ración y media de muletazos. La faena de Castella fue abundante, resuelta y ligada y tras la estocada cortó un trofeo. Sin más.

Bravo fue el sexto. Repetidor y con brío en la muleta de Ginés. Necesitó sus tiempos para medirse de verdad y fue de mitad de faena para adelante cuando aquello fluyó, cuando hubo comunión entre uno y otro. Conectó con el público en el toreo fundamental, aunque la explosión verdadera llegó en las bernadinas finales y en un cambio de sentido del toro que le pudo salir caro. Así el toreo. Con eso se cuenta. Para Ginés el trofeo. Y la clausura de la tarde. Ginés, por los pelos, se había ordenado entre la multitud. Entre esa multitud de sucesión de muletazos en las que se estructuran las faenas. Un sinsentido repetido que doblega a la Tauromaquia muchas tardes a la mediocridad.

San Sebastián. Tercera de la Semana Grande. Se lidiaron toros de Santiago Domecq, desiguales de presentación. El 1º, sin ritmo ni clase; el 2º, de mucha calidad pero ninguna fuerza; el 3º, manejable pero a menos por reservón; el 4º, rajado e imposible; el 5º, noble y repetidor, de buen juego; y el 6º, bravo y repetidor. Menos de media entrada.

Antonio Ferrera, de tabaco y oro, estocada caída (silencio); pinchazo hondo (silencio).

Sebastián Castella, de azul cielo y oro, pinchazo hondo, tres descabellos (silencio); estocada (oreja).

Ginés Marín, de azul cielo y oro, tres pinchazos, estocada desprendida, aviso (silencio); estocada, aviso (oreja).