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Sevilla

Verduras de las eras por José Jiménez Lozano

La Razón
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Quizás las pinturas de Millet que nos pintan unas mujeres espigando y el sueño de una pareja en la era, en distintas versiones sean el reflejo artistico más importante en nuestro tiempo de las antiguas faenas agrícolas de verano que, aunque muy escasas en Europa, abundan de los otros continentes en países más bien pobres. Pero ahora son recuerdo, «verdura de las eras» que decía Jorge Manrique, y era la que brotaba donde habían estado los montones de grano.

Allí se habían trillado, aventado, y cribado las mieses y se recogía su grano para luego venderlo, aunque las eras no solamente estaban relacionadas con estos asuntos agrícolas, sino que constituían también el paisaje veraniego de otras muchas gentes modestas de ciudad que en el campo buscaban su descanso de unos días, y en sus paseos de este tiempo, con el sol cayendo, si estas gentes de la mesocracia española tenían algunas letras y afición por estampas o cuadros, lo que veían les recordaba a los campesinos recolectando la cosecha en Brueghel, en los «Libros de Horas», o en los calendarios medievales. Y las más leídas –porque todavía podían encontrarse gentes así– abominaban de la retórica de «las doradas mieses», y se acordaban de la hermosura de los versos de Homero, Virgilio, o la Biblia, pongamos por caso, donde los haces son verdaderamente un deslumbre y la morenez podía ir desde casi el tostado africano a un suave y delicado tono trigueño.

Pero naturalmente quienes trabajaban en las eras estaban más atentos que a estos extremos, al grano que significaba su subsistencia, que muy poco mermaban los pardales, pero bastante los cobradores de diezmos, –por eso eran tan erasmistas los labradores de Tierra de Campos –, y mucho más los intendentes del Rey para suministros de guerra, uno de los cuales fue el señor Miguel de Cervantes. En los años de la post-guerra civil, por ejemplo, los funcionarios del Estado fiscalizaban en las eras mismas, la producción de cereales, para mantener los precios y asegurar las necesidades de la población. Y no hará falta subrayar con cuánta desconfianza o temor eran recibidos por los labradores, y cuánto alivio o descontento, o cólera contenida, sentían éstos cuando aquéllos se marchaban. Y así ocurriría inevitablemente, en el señor Miguel de Cervantes, cuando andaba recogiendo aceite y grano, también en nombre del Rey, por Andalucía, como provisiones para la guerra contra Inglaterra. Allí debió de ver muchas veces ahechar trigo a una mocita como Dulcinea.

Parece, según nos dicen sus biógrafos, que no escribió gran cosa, o nada, durante este tiempo, pero no hay manera de saber estas cosas, y buena gana de andar con suposiciones. Lo que sí sabemos es que las cuentas que llevaba en ese oficio y ajetreo de intendente no se dieron por bien justificadas en la Contaduría, y el señor Miguel de Cervantes fue a parar a la cárcel de Sevilla, de la que la gente del hampa decía que tenía tres puertas de entrada: una de oro, otra de plata y la tercera de bronce, según la cantidad de dineros con que se corrompiese a los carceleros, porque, si no había dineros por medio, aquello podía ser un peligroso infierno y hacerse eterno. Pero el asunto aquél de las cuentas del señor Miguel de Cervantes coleó hasta bastante después de salir de la cárcel; y, para más «inri», estando él ya en Valladolid, un día se cometió un crimen en la vecindad de donde vivía, y el escritor también fue llevado a la cárcel, como todos los habitantes de la casa, por las pocas entendederas de un Alcaide o, más bien, para tapar a gentes más encumbradas.

Estaba claro que haber asistido, a «la mayor ocasión que vieron lo siglos», según él, no le sirvió para gran cosa en los negocios de este mundo. También Lepanto ya era «verdura de las eras». ¿Era esto lo que le decían sus amigos banqueros que tanto le visitaban, y tenían tanta plática con él?