Historia

París

Himno y bandera

La Razón
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El otro día recordaba Gómez Marín la leyenda de un utilero (no «utillero») español. Último hombre en la zaga de la Historia obligado a echar en la maleta un vinilo con el himno ante los peligros tragicómicos que acechan las gestas de la selección. Es decir, ante el riesgo de que un trompetista de Melbourne se arranque con el «Himno de Riego», como lo podría hacer con «Mi Carro», y arrugue una construcción patriótica de cinco siglos. García Candau certifica que era Raimundo Saporta el que, viajando como vicepresidente del Real Madrid a la Rusia del Telón (y a otros lugares ajenos al catecismo, a los polvorones y al vermú de grifo), no olvidaba el vinilo ni la enseña. El esperpento precede a la tragicomedia y ésta, al ridículo. El ridículo sobrevuela cualquier competición deportiva, desde la petanca hasta el voleibol femenino, porque, incluso en las de alevines y en las disciplinas minoritarias, el peso de una errata, de un disparate o de una cagada, revaloriza el interés por ver cuán frágil es la simbología. La bandera y el himno tienen los espacios acotados en estadios y pabellones del mundo. Estamos en manos, como ya se ha visto, de que toda la marca del país sufra un borrón porque el último eslabón, el menestral o el músico, siempre es el más débil. Ganar sólo no vale. Una solución es echar el vinilo en la maleta y la otra, la de Nadal:ganar 6 veces envuelto en la bandera para dejar claro qué música tiene que sonar. Si los franceses se equivocan en París es de presidio.