Europa

Nueva York

La fascinación americana por Lluís Fernández

Pepe Isbert, en una escena de la inolvidable «Bienvenido Mr. Marshall»
Pepe Isbert, en una escena de la inolvidable «Bienvenido Mr. Marshall»larazon

Nosotros, que amamos tanto América, lo hicimos fascinados por el estilo de vida norteamericano, el mismo que impera hoy en Europa. Frente al subdesarrollo español y el estado de carestía general, todo cuanto venía de América era sinónimo de modernidad, bienestar y confort. La cocina con office de «Embrujada» hizo más por el ansia democrática que sesudos seminarios de Tocqueville en la escuela. ¡Ese horno empotrado donde cabía un pavo, más grande que el mísero pollo que anhelaba Carpanta, era una declaración de principios para cuantos soñaban con tener esa casa, esa mujer embrujadora, el haiga descapotable y un trabajo en la industria publicitaria! Podría decirse que la democracia española comenzó el día que los españoles se dieron cuenta de que la sociedad de consumo que tanto denostaban los socialistas de mesa camilla y brasero era el objetivo a lograr mediante el trabajo, aunque tuvieran que emigrar a Alemania. Por eso la caspa izquierdosa nada pudo contra la exhibición del «lujo» de la clase media norteamericana que entraba a raudales por esas ventanas democratizadoras que fueron la pantalla de cine y el televisor.

Si los padres soñaban con vivir en el mundo de Doris Day, que al fin y al cabo era una empleada de Macy´s o una interiorista, la generación yeyé creció fascinada por la cazadora roquera de Elvis Presley en «King Creole», su arriba España, sus sacudidas vitales y su rebeldía barriobajera, similares a la cazadora roja de James Dean, sus blue jeans, su novia, Natalie Wood y su desdén vital en «Rebelde sin causa».

Mientras los contestatarios universitarios se indigestaban con el catecismo de educación popular de Marta Harneker y protestaban contra la democracia capitalista norteamericana, que asesinaba a pobres comunistas vietnamitas con Napalm, Hollywood contraatacaba con estrellas y mitos de cine que igual servían para ensalzar como para denostar el imperialismo. No era cosa de Hollywood sino de la democracia, que permite pensar y actuar en libertad.

Sólo se podía odiar América a través de Bob Dylan y Joan Baez. La denuncia de su podrida decadencia estaba en el cine «mainstream» de los directores contraculturales que el mismo Hollywood promocionaba desde los años 70. Por eso ha sido tan fácil como contradictorio el amor en forma de odio a Norteamérica que le han profesado la izquierda caviar y los tontos útiles desde París, atrapados en ese síndrome antinorteamericano de amor-odio irracional. Una patología europea de rivalidad, envidia y complejo de inferioridad que para Revel es expresión de «travestismo ideológico de la vieja izquierda marxista», remozada con la ecolatría y la antiglobalización más cerril. En ese dilema siguen viviendo la progresía que aún cree que el socialismo es superior a la democracia norteamericana. Históricamente, cada vez que alguien se exilaba de España, en vez de irse directo a Moscú a vivir la democracia popular, recalaba en el París de la «Rive Gauche», donde vivía a cargo del Partido y soñaba con la revolución que arrasaría con este mundo burgués tan deleznable como el modelo imperialista norteamericano.
Desde entonces, a cuantos les guiña un ojo el pérfido Hollywood hacen raudos las maletas, dispuestos a venderse a precio de oro en el mercado capitalista. Los ejemplos actuales de la ideología antinorteamericana son tan conspicuos que avergüenza citarlos: Almodóvar, Pe, Bardem, Sean Penn y Oliver Stone, seguidores de ese tunante sin fronteras llamado Ignacio Ramonet y el lelo de Chomsky.

Ignoran que ya Felipe González, quintaesencia y kuntakinte del pensamiento progre millonetis, advirtió la contradicción cuando viajó a Moscú con el séquito de bolcheviques formado por Alfonso Guerra y Miguel Boyer y sentenció: «Prefiero morir apuñalado en el metro de Nueva York que de aburrimiento en Moscú».