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El Olimpo del pop

En Londres se inventó un movimiento que hizo de la cultura popular una seña de identidad. No se entienden este país y su capital sin la música y sus tribus: pop, rock'n'roll, mod, punk... 

El Olimpo del pop
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Los Juegos Olímpicos llegan al reino del pop y sí, de acuerdo, uno ha de reconocer que quizá los artistas no somos los más adecuados para hablar de estas cosas porque no nos distinguimos precisamente por nuestra vida deportiva. Los ejercicios isométricos más complejos que solemos practicar son bostezar, desperezarnos o rellenar la estilográfica. Pero, a día de hoy, lo que está en juego es mucho más que eso: el deportista ha asaltado el trono del artista como ídolo de masas y, ¡helas!, he aquí que vamos a contemplar una de las cumbres de las competiciones deportivas precisamente en la cuna del proceso donde el arte definió la posibilidad de convertirse en fenómeno de consumo de masas. En popular. En pop.

Veamos cómo fue ese proceso: al acabar la década de 1950, terminada la Segunda Guerra Mundial, la música popular (en forma de rock'n'roll) acaba de demostrar en América las posibilidades económicas del diseño estético que tienen los gustos populares. Incluso un pintor llamado Andy Warhol ha pensado que se podía asaltar con ellos la alta cultura. En Inglaterra, que ha tardado un poco más que EE UU en desarrollarse tras la guerra, ven llegado su momento de participar en esa acción como parte del florecimiento natural de las islas. El resultado se definirá arbitrariamente y un poco por casualidad, pero muy eficazmente.

Consistirá en darles un barniz de intelectualidad (lo suficientemente pequeño para que no deje de ser popular) a todos esos gustos de la masa. Interviene a su favor el hecho de que el sistema educativo inglés de esa época haya fundado una especie de grado medio para los jóvenes, que se llama Art Schools. Estas escuelas suministrarán miembros a grupos como Rolling Stones y Beatles y todo desembocará en que la calle Carnaby, cercana a la de las mejores sastrerías londinenses que marcan la moda de las élites (Saville Row), se convierta en un centro de moda popular alternativa. Discos, pósters, libros y ropa formarán un catálogo de novedades que cambiará para siempre la cara y las formas del arte popular.

Hoy, si entramos por una punta de Carnaby Street, la uniformización global ha hecho que pierda mucha de su singularidad y no se distinga demasiado en su oferta de una barcelonesa calle de Puertaferrisa, alguna travesía madrileña perpendicular a Jorge Juan o un callejón moderno de Pekín. Pero la astucia pragmática de los londinenses consiguió que, en las siguientes décadas, epígonos con menos fuerza de esa manera de hacer las cosas se trasladaran, según movimientos y décadas, a otras zonas de la ciudad: Camden Town, Nothing Hill, King's Road o donde fuera oportuno. Y comprobaremos que Carnaby sigue conservando un poco, en sus tiendas banalizadas, ese aroma de moderna historia, si pensamos que hasta uno de los más peculiares poetas de la última parte del siglo pasado, el loco Leopoldo María Panero, sintió como necesario titular «Así se fundó Carnaby Street», uno de sus mejores poemarios.

Dos cosas quedan claras: la primera es que, con esas iniciativas consecutivas, la industria cultural inglesa hizo un montón de dinero repetidamente en Estados Unidos y otros mercados. Con el pop, el mod, el rock, el punk..., hicieron desear a las masas tener su día de sentirse elegantes y singulares. Y eso nos ilustra el principal activo que la Europa occidental puede vender en el futuro a ese mercado mundial gigantesco que compite con ella: un matiz de sutileza, tradición de fabricar como nadie un giro de trascendencia intelectual en lo popular.

La segunda conclusión es más ladina: este verano, cerca de Carnaby Street, caerán una y otra vez los récords de segundos y milésimas, de metros y centímetros y será un acontecimiento. Pero un nuevo récord hará al anterior prescindible. Lo que nos enseña la historia de los movimientos del pop es que, para ser imprescindibles, ellos necesitaron adornarse de algún factor trascendental para la vida humana. O bien el orientalismo, o bien la búsqueda de la armonía de la elegancia, o bien el ansia metafísica de la libertad. Ha de haber algo trascendental.

Llegados a ese punto, a los artistas nos asoma una sonrisa pícara de conejo. Porque sabemos que, al final, Usain Bolt, cuando se apaguen los focos del estadio sucumbirá, como todos, a la tentación de estetizar su cotidianidad aunque sea un poco y, cargado con el peso de sus medallas y autógrafos, se irá de compras por las tiendas de ropa. Siempre ocio contra negocio.