Literatura

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Lo último de la evolución por Francisco NIEVA

Françoise Sagan
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¿Son tantos los escritores noveles que se destapan con una obra de arte mayor, en toda su plenitud? Y me refiero especialmente a los jóvenes que conmocionan y dejan turulatos a críticos y lectores por estas dos cosas a la vez: por la extrema madurez estética de sus medios expresivos y por la fresca juventud, reveladora de nuevos horizontes, que nos brinda su imaginación y la novedad de sus ideas. Este sí que es un milagro de la juventud. Y esto es lo que hace creer en ella, pero sin esperar que el milagro se haga cotidiano.

La literatura joven tiene todos mis respetos y espero de ella lo mejor, y tengo mis motivos para esto: yo, que tengo una base cultural francesa, todo se lo debo a la revelación de dos jóvenes extraordinarios y sin parangón, que significan «la modernidad», a la que nos arrojan de un chapuzón. Leyéndolos, uno se sorprende: ¡Demonios! Esto es lo moderno sin apelación. Esto es lo último de una evolución. Esto es cosa seria.


Ser moderno por necesidad
«Una temporada en el infierno», de Arthur Rimbaud, me abrió un interminable horizonte, en el que pensar y sentir con novedad contemporánea, lejos de todo mimetismo esnob. Me hizo ser moderno por fuerza y por necesidad, por vía del subconsciente revelador, buscando la verdad y la legitimidad en lo más oscuro y reprimido de mí mismo. Satisface mucho pensar que uno es «de su tiempo», de acuerdo con una minoría en la evolución, porque lo viejo es una mayoría resistente, pero más débil, que se agota a ojos vistas por fatalidad.

No confundir lo viejo con lo clásico, pues Arthur Rimbaud ya es un clásico, tanto como lo es Alfred Jarry, el autor de «Ubú, Rey» y de obra literaria y poética de la más alta consideración, porque preconiza y supera, con estupefacción, el «teatro del absurdo». El de Ionesco, el de Beckett. ¡Otro milagro! Podemos servirnos de Jarry para justificar la novela fantástica de Boris Vian o de Italo Calvino. El surrealismo de Alfred Jarry es hoy una semántica que entiende todo el mundo. El genial invento de un adolescente.

Ya dueño, por mi parte, de esa brújula de la modernidad –incluso, de la posmodernidad– he celebrado por todo lo alto la revelación de otros jóvenes prodigiosos, como pueden ser Raymond Radiguet o Françoise Sagan, que hicieron una gran mella en su momento, que causaron una conmoción. Admiración y escándalo a la vez. Pasado el tiempo, su calidad literaria no ha mermado de categoría.


«El diablo en el cuerpo», de Radiguet, reveló la cara oculta, la parte oscura, infiel y vividora, fagocitada por la juventud de la retaguardia en la terrible y cruel guerra de 1914. De un realismo y un cinismo estremecedores. Aún más extraordinaria y chocante fue su segunda y última novela. «El baile del conde de Orgel». Todo lo opuesto, la consagración de una juventud bella y lírica, como vista por Lampedusa o por Visconti. Un sueño melancólico, con aromas de la música de Debussy.

Sagan, con su novela «Bonjour, tristesse», otra conmoción, casi con la resonancia universal de «El diario de Ana Frank». Visto un poco de lejos, es sorprendente que la sociedad francesa se sintiera tan «tocada» por las desencantadas verdades de Françoise Sagan. Y el eco comprensivo y compasivo de las cuitas de aquel país. La cultura era entonces más afrancesada que ahora y la Sagan conmovió las rotativas de muchos países occidentales, América incluida.

«Le diable au corp» y «Bonjuor, tristesse», fueron pasto del cine, que las difundió por el mundo entero. Las dos son producto de una soberana intuición, de una extrema madurez mental, unida a su personal experiencia. Estos jóvenes admirables, han nacido con un viejo gurú en sus frescas mentes. Esto es lo que produce mayor estupor.

Sin ser numerosos, eso es lo que espero de la profética juventud, al haber sido ella mi maestra, y al deberles mi libertad intelectual. Sólo aspiro a ser mañana tan clásico como ellos lo son.


De la Real Academia Española