Moscú

Calvo Sotelo se pone en la diana

La Pasionaria culpó de todo lo que pasó a Calvo Sotelo
La Pasionaria culpó de todo lo que pasó a Calvo Sotelolarazon

Los españoles vivimos en permanentes guerras civiles, en plural, todos contra todos (…) debemos vigilar al propio español que llevamos dentro para que no nos degüelle mientras dormimos y él vela como un lobo al acecho». La reflexión interior que realiza Camilo José Cela en su obra «San Camilo 1936» nos da pie para explicar la tragedia que comenzaba a mascarse en nuestro país hace exactamente 75 años.

En junio de 1936, Casares, al frente del Gobierno, era incapaz de parar lo «imparable»: la quiebra moral, social y política de un país sin rumbo. En la izquierda, los socialistas estaban devorados por luchas internas y los sindicalistas se hacían dueños y señores de la calle. Por su parte, el gran partido que aglutinaba a la derecha, la CEDA, seguía sin levantar cabeza desde las elecciones, con su líder, Gil Robles, en franca caída.

Si en la izquierda el «caos» reforzó a un autoritario Largo Caballero, en la derecha ocurrió todo lo contrario: Gil Robles, simplemente, se quitó de en medio. Las divisiones y fisuras en la CEDA provocaron una pérdida de rumbo y de liderazgo. Ante esta situación, la oposición monárquica, de la mano de José Calvo Sotelo, sustituyó al partido de Gil Robles en la tarea de defender un proyecto conservador. Pero el diálogo como herramienta política desapareció eclipsado por la revolución y la conspiración. Las «espadas» sustituyeron a las «palabras»; la vehemencia, al sentido (bien) común.

Rencores y amenazas
El Parlamento reflejaba impúdicamente la debacle social. Las palabras del político de la época, Jesús Pabón, diputado sevillano de la CEDA, definen la atmósfera de aquellas semanas de junio: «El deslizamiento hacia los extremos es una tentación que sólo resisten los fuertes y éstos no suelen constituir mayoría». A golpe de discusión, de visceralidad y de amenaza, los políticos redactaban el acta de defunción de una España... o quizás de las «dos Españas», que se «helaban mutuamente el corazón», parafraseando a Machado.

El preludio de la tragedia comenzó en el Congreso de los Diputados, teórica sede de la razón y del debate a favor del bien común. Nada más lejos de este propósito aquellas escenificaciones cargadas de resquemores, rencor y amenazas. Así, el 16 de junio, las paredes del hemiciclo son testigos de la crítica de Gil Robles: violencia, agresiones, desórdenes y anarquía que el Gobierno es incapaz de enderezar. Su propuesta es directa: «Adoptar las medidas necesarias para poner fin al estado de subversión que vive España», o lo que es lo mismo, que la Ley se cumpla; pero nadie se da por aludido. Calvo Sotelo toma la palabra y apela al Ejército, incitando a la rebelión militar. El diputado gallego y líder de los monárquicos se resiste a la revolución de la izquierda, sabedor de que hace tiempo que en España ha fracasado el liberalismo. Instalado en el tradicionalismo, desafía al Gobierno, que carece de autoridad para imponer la Ley contra «un desorden interminable». Y si la guerra civil o la conspiración forman parte de las opciones de Calvo Sotelo, también pertenecen a la estrategia socialista.

Desde enero de 1936, Largo Caballero era explícito sobre las intenciones del PSOE: «Si triunfamos, colaboraremos con nuestros aliados; pero si triunfan las derechas nuestra labor habrá de ser doble, colaborar con nuestros aliados dentro de la legalidad, pero tendremos que ir a la guerra civil declarada».

Largo no exageraba. Y es que el principal objetivo para la izquierda consistía en acabar con la derecha. En el VII Congreso del «KOMINTERN». celebrado en Moscú en 1935, quedó definida la estrategia a seguir: paralizar al adversario, vinculándolo con el fascismo, y pactar con socialistas y burgueses formando «Frentes Populares». El lobo se vestiría con piel de cordero, camuflando su carácter marxista en un «traje pseudodemócrata» de usar y tirar. Cualquier ataque hacia el comunismo o hacia la URSS sería tildado de fascista… La polarización (y la demonización de la derecha) estaba servida: catolicismo o revolución, en ausencia de un proyecto moderado creíble.

Sólo la vida
Y el lobo estaba al acecho… La Pasionaria, amenazante, culpa de todo a Calvo Sotelo. Según ella, las violencias eran escasas y las que había procedían de la derecha, evidentemente toda ella «fascista» (Moscú dixit). Dolores Ibarruri acusa al político monárquico de estar manchado de sangre de la represión de octubre de 1934. Casares Quiroga, por su parte, carga sobre las espaldas de Calvo Sotelo la responsabilidad «de cualquier cosa que pudiera ocurrir». Éste le responde que no desdeña ninguna responsabilidad y, parafraseando a Santo Domingo de Silos, acaba su réplica de esta manera: «La vida podéis quitarme, pero más no podéis». Al día siguiente, 17 de junio, la sentencia de muerte es dictada por el diario comunista «Mundo Obrero»: «La destrucción de todo esto es tarea inmediata del Frente Popular. Con el miserable de Calvo Sotelo a la cabeza".

El 1 de julio, el diputado socialista Ángel Galarza interviene en el Congreso dirigiéndose de este modo a Calvo Sotelo: «La violencia puede ser legítima en algún momento. Pensando en su Señoría, encuentro justificado todo, incluso el atentado que le prive de la vida». La madrugada del 13 de julio, a 300 metros de su casa, es asesinado por miembros de las Fuerzas de Seguridad del Estado, a bordo de la camioneta Hispano-Suiza nº 17 de la Guardia de Asalto. La amenaza se ha consumado.

 

Dolores Ibarruri
Vizcaína, de Gallarta, nació en el seno de una familia minera. En 1920, con 25 años, participó en la formación del Partido Comunista Español, embrión del PCE, surgido en 1921. Con un estilo directo, fogoso y duro, buscaba una acción inexorable, en coherencia con el dictado de la Tercera Internacional Comunista. Su táctica revolucionaria buscaba la eliminación del enemigo de clase (o lo que es lo mismo, la abolición de los partidos de derecha). «Vivimos en una situación revolucionaria que no puede ser demorada con obstáculos legales», afirmó. Tras las elecciones de febrero de 1936, fue nombrada vicepresidente de las Cortes y sus intervenciones fueron constantes y agresivas, llegando a amenazar de muerte a Calvo Sotelo en la dura sesión del 16 de junio. Tarradellas recordaría sus palabras: «Este hombre ha hablado por última vez».
 

www.gallandbooks.com