Asturias

La fallida revolución de 1934

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El 9 de octubre de 1933, el presidente de la República, Niceto Alcalá-Zamora, disolvía las Cortes constituyentes y el Gobieno de Martínez Barrio convocaba elecciones generales. En ese momento, dos años y medio después del cambio de régimen, la huella de Azaña en el Ejército era patente; la institución estaba profundamente dividida entre los que apoyaban incondicionalmente al Gobierno de izquierdas y por ende, las reformas emprendidas por el ministro de la Guerra, y los que recelaban de él y de la «trituración» a la que habían visto sometida la institución a la que pertenecían.

Gran parte de los primeros eran militares impregnados de ideas revolucionarias, que se vieron favorecidos en sus aspiraciones profesionales o personales en el transcurso del bienio; los segundos, por el contrario, eran militares conservadores, con un acendrado sentido del orden y de la disciplina, y que veían con auténtica desazón lo que estaba pasando en el Ejército. Ambos sectores estaban ya fuertemente politizados, y su pugna no había hecho más que comenzar. En esos momentos era posible hablar de dos Ejércitos y de dos Repúblicas enfrentadas; o lo que es lo mismo, dos visiones de España que serían irreconciliables.

Dos tipos de militares

Azaña, como ministro de la Guerra y los tres ministros de Marina del primer bienio consiguieron no sólo fracturar la cohesión interna de la institución encargada de velar las armas de la nación, sino provocar –por la famosa ley del péndulo– una fuerza similar y en sentido contrario, que deshiciera el camino andado hasta ese momento. Éste fue el legado de la obra de Manuel Azaña en el Ejército español, durante sus casi dos años y medio de mandato.

En las elecciones de noviembre, el triunfo de la derecha fue indiscutible, obteniendo un total de 212 diputados frente a los 162 del centro y los 98 de la izquierda. La CEDA fue el partido más votado, y José María Gil Robles, su líder, en condiciones normales, debería haber sido propuesto para presidir el gobierno. Pero al no alcanzar ningún partido la mayoría absoluta, el presidente de la República ofreció el Gobierno a Alejandro Lerroux, jefe del Partido Radical. Ante el temor a una sublevación de la izquierda, que nunca aceptó de buen grado la pérdida del poder, Alcalá-Zamora optó por el centro, creyendo así aplacar los ánimos revolucionarios de Largo Caballero e Indalecio Prieto.

La alternativa de Lerroux no era otra que buscar el apoyo parlamentario de la CEDA y hacer un gobierno y una política de centro-derecha, que incluía una rectificación con respecto al bienio anterior, intentando devolver la confianza al Ejército y a la Marina. Una de las primeras medidas adoptada por el nuevo Gobierno fue la de presentar en las Cortes la denominada ley de amnistía, que había de favorecer, casi exclusivamente, a los sublevados el 10 de agosto de 1932. Afirmaba Lerroux que no se podía gobernar con el Ejército mirando al penal de El Dueso, porque allí estaba uno de los más prestigiosos militares españoles. «Mientras tengamos a los hombres del 10 de agosto en prisiones, el Ejército español no estará ni tranquilo ni cómodo...».

Con este motivo, los socialistas desplegaron una campaña mediática sin precedentes hasta aquel momento, llegando a transformarse en batalla campal dialéctica en el Congreso de los Diputados. Desgraciadamente, esta ley alteró los ánimos de los propios militares pues, si unos la veían como un justo desagravio y satisfacción al estamento militar, otros, los más afectos al Gobierno izquierdista del bienio anterior, la consideraron un verdadero desafío, pues obligaba a modificar los escalafones al reincorporar al Ejército a muchos de los procesados.

Victimismo izquierdista

Si hubo un partido político castigado en las elecciones de 1933 ese fue, sin lugar a dudas, el Partido Socialista Obrero Español, que sólo conseguiría 55 actas de diputado de las 450 que había en juego. Este hecho, incontrovertible, no fue aceptado de buen grado por los socialistas, que pasaron directamente a la vía revolucionaria. Según Madariaga, la revolución de octubre de 1934 fue la justificación de la de julio de 1936. ¿Qué argumento de peso podrían oponer al golpe de estado de 1936 los que habían recurrido a la vía de la sublevación en diciembre de 1930 o en octubre de 1934?

La revolución de octubre de 1934, planificada para todo el territorio nacional se vio reducida a Revolución de Asturias, con un conato de sublevación en Cataluña, el cual fue dominado por el general Batet, jefe de la División Orgánica, en cuestión de una docena de cañonazos. La revuelta, patrocinada por el Partido Socialista Obrero Español, a la que se unieron los comunistas y los anarquistas asturianos, prendió rápidamente en el antiguo Principado, obligando al gobierno republicano a aplicar la Ley con todas las energías, y enviar al Ejército para dominar la sublevación.

El entonces ministro de la Guerra, el radical Diego Hidalgo, llamó al general Francisco Franco al Ministerio para dirigir desde allí las operaciones de Asturias y puso al frente de las tropas que actuaban sobre el terreno al también general López Ochoa. Por barco se trasladó a la Legión desde Marruecos y al frente Franco puso a un hombre enérgico de su misma promoción y con un prestigio bien ganado en la campaña marroquí: el teniente coronel Juan Yagüe. Tras dos semanas de cruentos combates, el movimiento fue sofocado. La sublevación había sido un fracaso absoluto, pero su aplastamiento y la represión posterior, iba a ser la bandera que a largo plazo sacarían los revolucionarios cuando les conviniera. El permanente victimismo desarrollado por la izquierda política para justificar sus acciones y estigmatizar a sus oponentes no había hecho más que empezar.