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Cataluña

La unión es la esencia por Alfonso Merlos

La Razón
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«¿Quién oprime a Cataluña un Estado antagónico y extraño o un sistema de oligarquías locales?». Apropiada o no, oportuna o no, la reflexión la plantea ya en 1923 Salvador de Madariaga. Y es decisiva, porque traza la raya que separa a aquellos ciudadanos que (con plena consciencia y responsabilidad) procuran definir su futuro de aquellos otros que (presas de la propaganda separatista) se arrastran hacia utopías de ruinoso futuro. Y lo más desastroso para quienes lo apuestan todo a esta vía es que no tengan claro ese presunto horizonte despejado que se abre tras dejar atrás presuntas ataduras. ¿Cuál es el modelo de construcción nacional de Artur Mas? ¿Existe? ¿Es Quebec, que tanto ha entusiasmado a alquimistas del soberanismo como la mismísima Chacón? ¿Es Escocia, por haber labrado su personalidad jurídica propia al norte de Europa? ¿Es Mónaco, porque resulta que a Rosell le cuadra que, en una Cataluña independiente el Barça siga en la Liga Española como lo hace el equipo del principado en la francesa? ¿Es Kosovo, por la bravura con la que su Parlamento proclamó unilateralmente su declaración de independencia enfrentándose a la madre Serbia y poniendo en un brete al conjunto de la comunidad internacional? ¿Es el País Vasco, con el que soñaron aquel iluminado Ibarreche y sus huestes porque aquella tentativa frustrada rompió el hielo y quebró tabúes haciendo posible que ahora otras triunfen?

En realidad, asistimos en este empuje de los acólitos de CiU y la efervescente hinchada de la Esquerra Republicana a lo que Michael Billig ha definido como «nacionalismo banal». Es la forma en la que esta ideología, que ha sido puro veneno en la historia de la humanidad, se revela en las sociedades contemporáneas más infantilizadas y anestesiadas por la retórica de sus líderes. Es un mecanismo que triunfa cuando entontece las percepciones de las masas para hacerles ver una identificación simple y directa entre una lengua, una cultura, un territorio y una comunidad política, a cualquier precio. Y su perversidad radica en que este universo propagandístico barre y borra de la mente de los entontecidos la consecución de objetivos tan intrínsecamente humanos y capitales como el progreso, la riqueza o el bienestar.

Está claro. El pasado deja un reguero de ejemplos por doquier que deberían hacernos aprender del daño ocasionado por un virus que, manifestado de forma pacífica o violenta, lleva en su esencia la destrucción, la xenofobia, la desintegración, el rechazo a la convivencia estable y en libertad. Y eso es lo último que hoy necesita este país. Está inscrita en la sociología de Max Weber la idea de que una nación es un resultado, nunca un propósito. Y es así. España es una nación vieja y fuerte. Cooperemos, colaboremos, sumemos todos para hacerla tan próspera como lo ha sido hasta anteayer. En la esencia de la recuperación está nuestra unión. Todo lo que entreguemos a este proyecto colectivo nos fortalecerá. Todo lo que le restemos nos debilitará. Así de simple. Es cosa nuestra.