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Volver no es de viejos por Salvador Távora

La Razón
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Lo vi siendo novillero, muy joven, en Las Ventas, y lo vi torear por última vez en Antequera, desde el callejón, muy cerca, y seguía manteniendo su sello, tan personal. Cincuenta años mediarían entre esos dos momentos, pero siempre me pareció el mismo. Ponerse delante del toro cuando la vida biológica se apura es una necesidad del alma. Quien diga que es por dinero no conoce este arte. Siempre lo he visto como un torero lleno de juventud. Iba y venía a los toros porque era joven, tentado por la innovación y por descubrir nuevos sitios en el ruedo. Y eso no envejece. Nunca me pareció un torero viejo que vuelve. Qué misterioso me sigue pareciendo ese viaje sin fin. A Antonio Chenel lo sitúo en una rama de la tauromaquia muy fácil de describir: el toreo central. En la estirpe de Marcial Lalanda, Domingo Ortega, Dominguín... Se traduce en una respuesta a la vida cotidiana de Madrid como centro de nuestra geografía.

Antoñete ocupa un lugar especial en el toreo y con él se pierde una manera de entenderlo: su clasicismo de vieja escuela es un ejercicio de incertidumbre frente a un toreo más gimnástico que tan en boga está. Es un ejercicio incierto porque en él está el arte y el peligro, la tragedia y la belleza. Se aleja de la deportividad y el espectáculo. De ahí que Anoñete no necesitase muchas facultades físicas. Conocí siendo un chaval a Rafael «el Gallo» (su hermano José fue muy importante, pero él no lo fue menos) y le escuchaba decir que cuando un matador vuelve pasados los años algo misterioso lo está arrastrando al centro del ruedo.

Salvador Távora