Atenas

Jugar con fuego

La Razón
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Se dice que la primavera la sangre altera y con los ardores del verano los comportamientos humanos se tornan violentos, se les dispara a los varones la testosterona. Nuestra pasada guerra incivil comenzó en un calenturiento julio del funesto 1936. Tengo por costumbre echar una ojeada, por lo menos, a las portadas de los periódicos que se exponen en los kioscos, antes de decidirme por algunos. Los de estos días, del color político que sean, describen sociedades al filo de la hecatombe. No hay noticia buena, ni problema menor, ni solución a la vista. Es como si deseáramos lanzarnos por el despeñadero y no sólo en este rabo europeo (con Portugal ya rescatado), sino en el atolladero libio, en una Siria volcada al derramamiento de sangre, en Pakistán a malas ya con los EE UU y nuestras propias dificultades mal aireadas. También aquellos pacíficos ocupantes de las plazas, en Madrid y Barcelona principalmente, o una minoría de ellos, aunque muy vociferantes, obligaron al recién estrenado «president» de la Generalitat y a otros miembros del Gobierno catalán y diputados autonómicos a llegar al edificio del Parlament por vía aérea: lo nunca visto, aunque anecdótico. Pero lo que subyace en tales actos, repudiados por la ciudadanía y los portavoces de todos los partidos, es el hartazgo de una liturgia que tiene a ocultar los sacrificios de la mayoría. A estas alturas de la historia, visto lo visto en el siglo pasado, nada debería resultar extraño y aún menos ajeno. Se tiende a tropezar siempre en la misma piedra y la irritación de los que se autocalifican como indignados crece porque el paro no lleva camino de decrecer y el bienestar social, logrado con sacrificios, se escapa por el desagüe como agua residual. El problema no es sólo económico, aunque sea la madre del cordero. Porque nada nos permite regresar al feliz, para algunos, decenio anterior. Ver el espectáculo de Atenas, que tuvimos durante tantos siglos como cuna de la civilización y de la democracia, convertida, gracias a una tercera huelga general, en un campo de batalla, con la Acrópolis presidiendo los entuertos, resulta descorazonador. Y hasta el domingo por la noche los líderes europeos no decidirán cómo sacarle algunos euros al núcleo duro alemán para pagar lo esencial, al menos para que el Estado (ya el primer ministro juega con su dimisión) pueda llegar a septiembre, hasta final de mes. Los helenos cometieron errores que no se pueden comparar a los hispanos. Y, sin embargo, aunque ya no estemos en el grupo de los desahuciados (o todavía no), nos esperan flagelaciones y penitencias, pese a que Rajoy y su futuro equipo trate de lanzar una imaginaria balsa de salvación. Nadie, sin embargo, en estos momentos de zozobra, es capaz de incrementar la confianza. Hartos del tripartito, los catalanes observamos cómo Mas se ve obligado a realizar una cirugía sin posible anestesia. Los médicos saben que es conveniente que el enfermo entre en el quirófano con cierto optimismo, pero es inútil aleccionarle una vez se encuentra en plena intervención. Por otra parte, no dejan de advertirnos el Banco de España –que ya ha dejado de ser ejemplar y salvador– y las autoridades europeas, que aún dudan sobre si deberíamos subir o bajar el IVA para enjuagar pasadas deudas de mal jugador. Siempre al filo del desastre, con una Bolsa anémica, una Europa inoperante y dubitativa, unos emergentes que nos llevan de cabeza y una China que tememos siempre que pueda constiparse, la tarea de los políticos zarandeados por los desesperados e indignados, los parados y los cainitas, no resulta fácil. Su labor principal debería ser insuflar en el personal algunos gramos de optimismo: el suficiente para que todo pareciera menos dramático y más llevadero. Ni a Zapatero, pecador de tantos optimismos, se le escucha ya un ramalazo de esperanza inmediata. Y, sin embargo, frente a los jóvenes –que, como hemos comprobado, pueden transformarse en airados– y a maduros y hasta jubilados convendría emprender una cruzada de moderada esperanza. Aunque ahora andemos como los cangrejos, volveremos al «camino de perfección», tal vez menos iluminado que antes, pero es que estamos pasando por la senda estrecha. El lema sería: mirar hacia delante sin catastrofismos. La llegada del verano no nos permite jugar con fuego.