Algeciras

La mona de Gibraltar por Alfonso Ussía

La Razón
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En Gibraltar hay monos. Los introdujeron los españoles –ignoro el motivo–, trayéndolos de las selvas guineanas. Al cabo de los siglos, la mona de Gibraltar ha adquirido los honores de primate europeo y es uno de los pocos alicientes turísticos de la colonia británica. A la mona de Gibraltar le atemorizan los caballos, y alguna se ha despeñado por culpa de los relinchos y el ruido de los cascos. En Gibraltar hay pocos caballos, porque no sobra el terreno, y los «Bobbys» hablan en español con acento de San Roque. «Please policeman, ¿where is the hotel?»; «mire, zuba por aquella cueztesita y ze lo topa en un zantiamén». Algo de esto le sucedió a Antonio Burgos cuando se abrió le verja. En los primeros meses de libre circulación, con la frontera abierta, aumentaron los accidentes de tráfico en la zona de Algeciras. Los gibraltareños llevaban cuarenta años sin poner la cuarta o quinta velocidad en sus coches. Las dimensiones del territorio ocupado sólo permitían la tercera marcha, porque la directa los llevaba directamente al mar.

Gibraltar, quizá por deferencia a sus monas –ahí no existe la paridad, porque los machos son también denominados «monas»–, cuenta con múltiples beneficios fiscales. Paraíso fiscal y puerto de narcotraficantes y contrabandistas. Sus habitantes han comprado multitud de inmuebles en España, y la mitad de los chalés y apartamentos de Sotogrande son de «llanitos». Los Gobiernos de España se han mostrado siempre permisivos y sólo protestan cuando algún miembro de la Familia Real británica visita la Roca. En 1981, los Príncipes de Gales principiaron la Luna de Miel embarcando en el «Britannia» en Gibraltar, hecho anunciado previamente y por el que los Reyes declinaron asistir a su boda. Y en el año 2004 visitó Gibraltar la Princesa Ana, que es la que más parecido, dentro de las princesas, puede tener con un caballo, y alguna mona se despeñó. En concreto, la mona «Fifí», una hembra veterana, que jugueteaba con sus retoños entre las rocas, junto al acantilado sureste, y se encontró de golpe con la princesa Ana, que relinchó de ilusión al verla, lo cual produjo en la mona «Fifí» un ataque de pánico cuyo desenlace me niego a describir por si este artículo lo lee algún menor de edad.

Ahora le toca el turno a los condes de Wessex. El conde de Wessex es el Príncipe Eduardo, el hijo menor de Isabel II y Felipe de Edimburgo, y ello ha creado un serio conflicto diplomático. Intuyo que el ministro Margallo no es tan manso y bonancible en el asunto de Gibraltar como sus predecesores. Moratinos se volcó con Gibraltar, y a punto estuvo de quedarse allí como otra mona más, aunque menos ágil. La verdad es que se me había olvidado la existencia terrenal de los condes de Wessex, y creo que la excesiva protesta no concuerda con la escasa importancia de la visita Real. No obstante, bueno es recordar a los británicos que España tiene la llave del futuro de Gibraltar, que depende directamente de la conocida verja. Quieran o no los gibraltareños, que viven como millonarios gracias a los beneficios fiscales y al dinero oscuro que se custodia en sus bancos, el porvenir pasa irremediablemente por un período de condominio tutelado por la Comunidad Europea. El Reino Unido compartiría con España la soberanía de nuestra Roca, y España se comprometería a cuidar a las monas de Gibraltar, que por algo fue la que las introdujo en su territorio.

Pero a mí, personalmente, que vengan los condes de Wessex, me la refanfinfla. Otra cosa es que quien visitara Gibraltar fuera la Reina de Inglaterra. En ese caso, el conflicto diplomático tendría chicha. Pero estos condes no son ni «limoná».