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Crisis y cultura

La Razón
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Hay que admitir que este país nos sorprende a diario. No hay tiempo para reposar ideas, analizar a fondo alguno de los innumerables problemas que nos acucian, ni siquiera aburrirse. Permanece la crisis, pero somos un día la estrella del G 20 y, al siguiente, el patito feo de la Banca europea, cuando anteayer considerábamos las entidades crediticias uno de nuestros más firmes baluartes y exhibíamos músculo con orgullo ante países más desarrollados. Decimos superar a cualquiera con el descubrimiento del AVE, de antes de 1992, que se ha multiplicado para cubrir todo el territorio, cuando la crisis nos despierta y ya estamos en lo de que tal vez no necesitemos gastos tan faraónicos para tan pocos pasajeros, como sucedió con el exceso de aeropuertos, tan caros. Llega la hora de recortar los premios literarios, los museos, la restauración de humildes capillas románicas perdidas por la vasta geografía. El Tribunal Constitucional saliente tardó cuatro años en descubrir que el término «nación», aplicado a Cataluña, en el preámbulo de su Estatuto renovado, suponía un remoto peligro. Nadie conoce aún –salvo los magistrados que actuaron a fines de junio, porque habrá elecciones en un otoño tórrido– cuáles son los fundamentos jurídicos que han llevado a que todos los partidos sin excepción hayan alcanzado sus objetivos, como si de elecciones se tratara. Pero, desde Cataluña, las cosas se observan de otro modo y la manifestación, ya anunciada, también satisfará a casi todos y afianzará el nacionalismo radical. Es difícil hacerlo peor: unos y otros. Pero en tiempos de tantas crisis superpuestas, nos queda la cultura. Sobrevivió a los tiempos oscuros del pasado, a las persecuciones religiosas o políticas, a la Inquisición, a las censuras. Perdura entre modas y tecnologías.
Sin duda le afectará la crisis. Los pocos que pretendan vivir del arte o de la palabra escrita tendrán más que dificultades, salvo los que estén ojo avizor a lo que se lleva o se quiere ver u oír. Tampoco ha sido este país muy devoto de la cultura. No es que haya carecido de creadores ni antes ni hoy, aunque ha disfrutado de mayores reconocimientos fuera que dentro. Pero ésta es precisamente una de nuestras características. Supimos adaptarnos a las circunstancias más desfavorables: los resultados de una guerra civil, la persecución de lenguas consideradas como enemigas de una unidad entendida como virtud esencial. Existen hoy escasos puentes de diálogo, como los que imaginara Salvador Espriu, en «la piel de toro». España y Portugal viven aún de espaldas y se ignoran, salvo en el fútbol. Fuimos mejor equipo y les ganamos. Pero algo parecido sucede más cerca: culturas que viven en un mismo espacio geográfico (la catalana, la gallega o la vasca) se ignoran entre sí y casi todas a la escrita en castellano, incluso dentro de un mismo ámbito geográfico, en las mismas ciudades. No existe, pues, una España pluricultural. Desaparecieron gentes como Ruiz Jiménez, Ridruejo, Laín, Aranguren que, reconvertidos al liberalismo de antaño, quisieron comprender o un Julián Marías que, a pie de Ortega y Gasset, defendió la pluralidad como argumento político. ¿Alguien se acuerda de un E. D´Ors, capaz, en los años más duros de la postguerra, de apostar por las vanguardias del postismo en Madrid o de «Dau al Set» en Barcelona? Se lamentaba Albert Manent, hace unos días, de la falta de puentes en Madrid respecto a lo catalán. La cultura fue antes que la política, aunque parezcan siamesas. Pero esta España desintelectualizada tampoco entiende el valor simbólico del Estatuto catalán.
A medida que la tecnología nos ofrece nuevos mecanismos de transmisión o comunicación y las artes se tecnifican, lo que antes se entendió como cultura entra también en crisis. No es que haya que temer, de momento, por la supervivencia del libro en su forma tradicional, sirviéndose del papel, ni por la pintura, aunque no sea la de caballete, ni por la arquitectura –reducida a un funcionalismo que remeda el medio natural–, ni por las nuevas formas como el cine o el teatro, el comic o el diseño industrial. Todo puede ser arte y cultura o no serlo: belleza o basura. Se decía antes que el hambre estimulaba el ingenio. Tal vez la crisis conduzca a nuevos caminos de perfección. Si es global –y lo es– también las formas culturales surgidas desde los nuevos estímulos del ahorro y la eficacia pueden retornar a un cierto ascetismo que ya se intuía en las últimas décadas. En tiempos de dispendio, Tàpies o Guinovart, practicaban una pintura pobre, casi de símbolos. El cine que alcanza un prestigio, por el que las estrellas de hoy están dispuestas a trabajar por menos dinero, llega de la cámara del hijo de Rodrigo García, que firma así y no Márquez. Si el «crac del 29» en los EE.UU. produjo un excelente ramillete de novelistas, poetas y creadores cinematográficos, nada impide que la crisis de hoy no deje también su huella. No serán, tal vez, escritores, pintores o artistas que alcancen una rápida popularidad y copen los medios. Tal vez la poesía, el arte literario más gratuito y, en consecuencia más libre, refleje mejor el individualismo creativo. Pero existen más poetas que lectores. Tal vez sea éste el camino. No ha de ser tan difícil pasar de lo conceptual al acto artístico. Algo debería asomar ya entre las ruinas de estos duros comienzos del nuevo siglo.