Historia

San José

El extraño caso de Costa Rica

La Razón
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La última vez que aterricé en San José me esperaba la ministra de Justicia, Elisabeth Odio, magnífico apellido para su magistratura. Sola, sin chófer ni escoltas y en su propio coche. No era amable porque yo tuviera alguna importancia sino panelista en una conferencia internacional sobre las matanzas centroamericanas, organizada por la Universidad de la Paz, dependiente de la ONU, y las iglesias católicas del istmo.
Sobre nosotros seguía la carretera un helicóptero y, desacostumbrado a la ausencia de seguridad, pregunté cándidamente: «¿Nos escolta?». La ministra se rió: «Nosotros no tenemos helicópteros. Ese debe ser un nica (nicaragüense) que habrá venido a ayudar por el último terremoto y está aquí jodiendo». Entrando en los suburbios de San José, Odio paró en seco ante un chalecito: «Vamos a saludar a Óscar». En camisa arremangada, el ex presidente y premio Nobel de la Paz, Óscar Arias, lavaba su automóvil al cabo de la calle con una manguera amarilla. No pudimos estrecharnos la mano porque estaba pringado y no encontraba el trapo. Ni un guardia.
En la tarde, acudimos a la casita de la ministra, que nos había preparado con sus manos unos canapés ticos (costarricenses) que repartió ella misma.
El 1 de diciembre de 1948 el presidente de la Junta de Gobierno, José Figueres Ferrer, propinó en público unos mazazos al cuartel de Bellavista, y abolió el Ejército. El asunto es para asombrarse, pero más considerando que Figueras era general y socialdemócrata. Al año siguiente se constitucionalizó el adiós a las armas y, para que nadie se olvide se decretó Fiesta Nacional el primero de diciembre. Convirtieron los acantonamientos en escuelas y hospitales a los que fueron destinados los fondos militares.
Bajo tan insólita medida subyace una atormentada Historia: la atrabiliaria división de Mesoamérica tras la independencia, las guerras fratricidas, las asonadas, la invasión de bucaneros estadounidenses, el miedo a los espadones y a la dictadura militar. Hay que considerar que en el siglo XIX Costa Rica contaba con el Ejército y la Armada más poderosa entre Colombia y la selva Lacandona, y que uno de sus partidos políticos se denominaba Imperialista, para no engañar a nadie. Es cierto que la Policía patrulla con arma larga, pero no amedrentan a nadie.
La defensa territorial queda en manos de la Organización de Estados Americanos. Eran inevitables los abusos, particularmente los de Daniel Ortega y el sandinismo nicaragüense, que han ocupado la orilla tica del río San Juan, sabiendo que no habrá más respuesta que la diplomática.
Aun así merece la pena que el analfabetismo se limite a un escuálido 4%. Su protección medioambiental es única en el mundo, no puedes pisar una hormiga, y buscan turismo de calidad.
La corrupción es como el oxígeno y el hidrógeno, inseparables de la vida, pero los ticos intentan blindarse. El mandato presidencial de cuatro años no se puede repetir consecutivamente para evitar la consolidación de sindicatos de intereses y acelerar la alternancia. Pero lo realmente increíble es que en este pequeño país los jueces son independientes del poder político sin posibilidad de cabildeos o militancias.
Esta semana han condenado a cinco años de cárcel al ex presidente socialcristiano Miguel Ángel Rodríguez (98-02) por entregar la telefonía móvil a Alcatel a cambio de comisiones y, antes, el ex presidente Rafael Calderón (90-94), del mismo partido, fue encarcelado otros cinco años por soborno pasivo. Los ticos parecen selenitas.
En aquella estancia, sólo un incidente. La Universidad me prestó un bungalow en Punta Leona, en el Pacífico, para que repasara mi ponencia. A medio camino, paré a comer arroz hervido y una fila de campesinos hicieron cola ante mi mesa para venderme un caballo con los más peregrinos argumentos. Fueron por el animal, tiré unos dólares al mantel y huí como un cobarde.