Literatura

Zamora

Entre versos: el don de la sabiduría de Claudio Rodríguez

Se cumplen diez años de la muerte del escritor, una de las voces más claras y revolucionarias de su generación

El poeta, que creaba durante sus largas caminatas, descansa en un sofá
El poeta, que creaba durante sus largas caminatas, descansa en un sofálarazon

«Siempre la claridad viene del cielo», escribió Claudio Rodríguez (Zamora, 1932 – Madrid, 1999) a la entrada de su primer poemario. «Don de la ebriedad», con el que obtuvo el premio Adonais a sus 18 años. Es un verso fundacional, en pleno medio siglo, que palpita hacia abajo inquietantemente, hacia una nueva poesía de inmanencia, que ya solamente se podrá pensar desde la carne. Esa palpitación se complementa, tras un tenso aterrizaje, con el fabuloso aserto que cierra la primera parte del libro: «Qué sacrilegio este del cuerpo, este / de no poder ser hostia para darse». Un misticismo terrenal, incorporado, que no pierde ni un instante el sentido de la realidad del vuelo (la ebriedad, sí, pero también el vaso), parece ser la impronta auroral de Claudio Rodríguez. Al igual que el albatros de Baudelaire (equivalente al búho de su poesía), él sabía planear muy bien en la escritura, a través de «la claridad del cielo», pero en la tierra se tambaleaba, de licor y de sabio palique zumbón. (Al albatros de Baudelaire, los marineros le quemaban las alas con las colillas encendidas, en la cubierta; al búho de Claudio Rodríguez, ¿se las querían quemar algunos compañeros de su generación?). Dieciocho whiskiesSentía una fijación predilecta por la obra de Dylan Thomas, el poeta galés que, como él mismo, dotó a la naturaleza de turbulencias antropomórficas. Pero creo que su simpatía se proyectaba también en lo personal: en la conmiseración hacia ese hombre que, tras vivir enfrascado en una vida pobre y rural, no pudo soportar la presión del éxito repentino y tardío, cuando, en una gira de recitales por Manhattan con traje de alquiler, se suicidó tomándose 18 whiskys seguidos, tras dejar este enigmático verso (no tan lejano, por cierto, a lo de «la hostia» de «Don de la ebriedad»): «¡Hombre, sé tú mi metáfora!».El poeta, que cada otoño se aquejaba de que «septiembre vuelve a oler a bruja a mediodía», solía simbolizar también la fragilidad humana en el desciframiento de los paisajes estivales. Así, por ejemplo, hacía esta emotiva criba de la arena playera: «La arena, tan desnuda y tan desamparada, / tan acosada, / nunca embustera, ágil, / con su sumisa libertad sin luto, / me está lavando ahora.

Un hombre que creció en el campoLa lectura y los paseos formaron el carácter y el talento, el don, de Claudio Rodríguez. Creció en el campo, forjándose desde muy temprano en la administración de fincas, trabajando hombro con hombro con los jornaleros y otras gentes del campo. La poesía y la naturaleza se convirtieron en su refugio. A los 18 años irrumpió como un rayo en el mundo literario con un libro que sorprendió y marcó: «Don de ebriedad» (1953), Premio Adonais de poesía. Era el inicio de su carrera literaria y la puerta de entrada a nuevas amistades como Vicente Aleixandre, Leopoldo Panero o Luis Rosales. Su obra no sería muy extensa. Se compone de cinco libros, todos fundamentales: «Conjuros» (1958), «Alianza y condena» (1965), con el que obtuvo el premio de la Crítica, «El vuelo de la celebración» (1976) y «Casi una leyenda» (1991). El volumen «La otra palabra. Escritos en prosa» reúne sus ensayos y reflexiones sobre la literatura y poesía.