Análisis

El legado de Trump

Su gobierno muere mordiendo el mismo fierro que lo alimentó. Un cuchillo al rojo vivo de demagogia suicida

El legado de Trump
El legado de TrumpPlatónLa Razón

El miércoles de la ignominia, cuandolos iluminados con gorras coloradas, chalecos antibalas, bates de béisbol y cuernos de bisonte tomaron el Capitolio, el presidente, Donald Trump, corrió a esconderse en un bunker acorazado, televidente en jefe como oportunamente lo había descrito un comentarista. Su gobierno muere mordiendo el mismo fierro que lo alimentó. Un cuchillo al rojo vivo de demagogia suicida, que cuenta con amables exegetas porque a los sinvergüenzas nunca les faltan abogados, cantores de gesta y hermeneutas.

Después de justificar a los cabestros, de contextualizar y comprender sus razones, con muertos en Washington y el templo de la democracia violado de par en par, Trump los mandó a casa con un beso. A continuación tuiteó: «Estas son las cosas que suceden cuando una victoria electoral sagrada y aplastante es despojada de manera tan brutal y cuando los grandes patriotas son maltratados durante tanto tiempo. ¡Recordad este día para siempre!». Buena gente, ya saben. Como dejó escrito un tipejo igualmente corrosivo: «No conozco ningún pueblo que haya alcanzado su liberación sin que unos arreen y otros discutan; unos sacuden el árbol, pero sin romperlo, para que caigan las nueces, y otros las recogen para repartirlas».

La diferencia sustancial entre el nacionalista Trump y el nacionalista Arzalluz es que el primero pertenece a la categoría de los enemigos de la democracia por accidente o interés, como, pongamos por caso, un caradura como Berlusconi, y el segundo formaba parte de los enemigos de la libertad y la igualdad por convicción íntima, pongamos Otegi y Junqueras. Dilucidar quiénes son peores es un ejercicio abocado a la melancolía. Unos, los Trump, hacen el mal como consecuencia de su radical falta de principios, o sea, como resultado de su profundo narcisismo, su deslealtad congénita y su jeta acorazada, mientras que los otros envenenan merced a sus delirios mesiánicos y su esforzado ahínco en pasar la historia como pastores de pueblos. Al final todos ellos fungen cual matarratas para el sistema demoliberal y nadie que los siguiera podrá decir que no avisaron.

En el caso de Trump hay unas condiciones sociales, culturales y económicas, que ayudan a explicar su ascenso. Siempre las hay. Los salvapatrias no nacen por generación espontánea. Los demócratas traicionaron muchos de los principios que los conectaban al New Deal y a la clase obrera y acabaron por ser el partido de las élites más cultivadas y, ay, bendecidas por los beneficios económicos de la globalización; los republicanos, por su parte, se entregaron a los caprichos de un sátrapa narcisista porque previamente habían sucumbido ante la morralla antipolítica que borboteaba en el Tea Party y afines. Quizá por eso los primeros en ventear el riesgo que suponía Trump fueron sus compañeros de partido. De George y Jeb Bush a Lindsey Graham y Ted Cruz la plana mayor de los republicanos denunció en 2016 la insurgencia de un tipo con los escrúpulos de un profesional de las estafas piramidales y el respeto por los contrapesos democráticos y la separación de poderes propio de un sultán a lomos de un elefante rabioso o de un airado populista en la Europa de entreguerras.

Por debajo o encima de su rudimentaria verborrea asomaba la deforme pata peluda de alguien que entendía el gobierno como una plataforma de lustre personal o una mutua de socorro en beneficio propio y de sus empresas, varias veces quebradas y que no tenían ya de dónde rascar un maldito crédito. Ayer, el general de cuatro estrellas James Mattis, que fue su secretario de Defensa, escribió: «El asalto violento de hoy a nuestro Capitolio, un esfuerzo por subyugar la democracia estadounidense mediante el gobierno de la mafia, fue fomentado por el señor Trump (...) Su uso de la Presidencia para destruir la confianza en nuestra elección y envenenar nuestro respeto por nuestros conciudadanos ha sido habilitado por pseudo líderes políticos cuyos nombres vivirán en la infamia como ejemplos de cobardía (...) Nuestra Constitución y nuestra República superarán esta mancha y Nosotros, el Pueblo, nos uniremos nuevamente en nuestro esfuerzo interminable por formar una Unión más perfecta, mientras que el señor Trump quedará, merecidamente, como un hombre sin país».

Es muy posible que así sea. Pero en el ínterin también cabe la eventualidad de que sea el sistema político el que pierda uno de sus grandes partidos e, incluso, que los ciudadanos pierdan su país, secuestrado por un bárbaro enganchado al deleite de la difamación y el autobombo con ecos fascistas. Agota el empeño delirante de quienes todavía insisten en la conspiración judeomasónica del 3 de noviembre. Dan ganas de reírse cuando los mismos que en España llamaban a rodear el congreso, y los que tarareaban «apreteu, apreteu», claman en defensa del estado de Derecho. Y por supuesto agota la mueca asombrada de los que llevan cuatro años tragando ruedas de molino para finalmente asumir que un gorila es un gorila aunque sea de los «tuyos».