11-S

Y América despertó de su letargo

El atentado islamista contra las Torres Gemelas, símbolo del poder americano y del capitalismo, cambió las reglas del orden internacional en el arranque del nuevo siglo

La mañana del 11 de septiembre de 2001 el cielo de Manhattan pintó el horror cubierto de papeles, cuartillos y folios. Millones de ellos, soplados desde el volcán gemelo del World Trade Center, cubrieron las calles de Nueva York hasta más allá de Houston Street, límite del Village y el Soho. En los meses siguientes el mundo inauguró un nuevo tiempo y los niños de la ciudad, atendidos por la unidad de psiquiatría del hospital Bellevue, sólo dibujaban aviones en llamas, rascacielos disueltos en humo, cuerpos en caída libre y papeles como farolitos de fuego.

Con los edificios del bajo Manhattan rodó también el Nuevo Orden Mundial. Lo habíamos estrenado en 1991. Cuando la hecatombe del bloque comunista y el final del ogro soviético. Occidente amanecía convencido de que el parlamentarismo y el Estado de Derecho eran la estación final, inevitable e incontrovertible, blindada, casi natural, a siglos de rapiña, desigualdad de cuna, totalitarismos, explotación, pobreza, miseria, mordaza, utopismo asesino y caos en sus múltiples formas.

Estados Unidos se había quedado sin enemigos. Los había sobrevivido a todos. El terrorismo, si acaso, lucía como una molestia. Peligrosa. Pero no un adversario sistémico, capaz de desestabilizar el concierto de las naciones o la geometría mundial. El fundamentalismo religioso y el islamismo tampoco alteraban el sueño de los agentes de la inteligencia, más interesados en contraprogramar la inteligencia de las potencias enemigas, diezmadas después de caer el Muro.

Como escribió el Pulitzer de 2006 Lawrence Wright, a mediados de los noventa Osama Bin Laden no parecía más que un estrambótico príncipe saudí dedicado a financiar radicales religiosos. Pero en 1996, desde una gruta o una jaima, se puso serio y declaró la guerra contra América. «La causa declarada», comentó Wright, «fue la presencia continúa de las tropas de Estados Unidos en Arabia Saudí después de transcurridos cinco años de la primera Guerra del Golfo. «Provocando el terror en vosotros mientras lleváis armas a nuestras tierras es un derecho legítimo y una obligación moral», dijo. Presumió de hablar en nombre de todos los musulmanes e incluso dirigió parte de su larga fatua al secretario de Defensa de EE U, William Perry: «Te diré, Perry, que estos jóvenes aman la muerte como tu amas la vida… Estos jóvenes no van a preguntar por tus explicaciones. Te dirán que no hay nada entre nosotros que merezca ser explicado, sólo asesinar y cortar cuellos».

Aunque pagaba su salario a los fanáticos, la geoestrategia internacional todavía circulaba al margen. La historia había desembocado en el idílico estuario de las democracias liberales. Nadie imaginaba que el hijo rebelde de una familia de millonarios saudíes, hijo del constructor que había adecentado los lugares sagrados, con experiencia en la lucha contra los soviéticos, fogueado en las montañas del Hindú Kush y el nudo del Pamir, despertaría todos los demonios, sacudiendo los albores del nuevo siglo con un aquelarre de vísceras carbonizadas, metal fundido y polvo azucarado de asbestos.

En el veinte aniversario del 11-S disponemos de algunas cuantas certezas. El número de muertos de aquella mañana de septiembre fue de 2.996. Repartidos entre el Downtown neoyorquino, el Pentágono y el suelo de Pensilvania. Estados Unidos asistió entre estupefacto y encogido al ataque. Pasados los primeros minutos, de pánico cerval, iba a sobresalir la voluntad de acción. El músculo y la furia. En el ADN del país nunca estuvo esconderse ni rehuir combates. Frente a las tendencias encontradas, contra los impulsos aislacionistas, el pacifismo caniche y los traumas que vienen de Saigón, los ciudadanos estadounidenses aplaudieron a su presidente, George W. Bush, cuando ordena invadir Afganistán. Resultaba imperativo capturar a los cerebros del mayor atentado terrorista de la historia. Había que asegurarse de que Afganistán no fungiera como catalizador y pista de despegue de nuevas agresiones.

Lo que empezó como una expedición nocturna de un puñado de boinas verdes con millones de dólares a repartir terminó con la caída del régimen talibán y la implosión de Al Qaeda, traicionados unos y otros por todos los jefes tribales, señores de la guerra y muyahidines convencidos por las artes del color del dinero.

Veinte años después, si buscan ganadores y perdedores, bajas y campeones, desnudos, estafados, vencedores, ofendidos y muertos, desde luego que Estados Unidos sale malbaratado. En los conflictos que desovan el 11-S, o sea, en las Guerras Fantasma, por decirlo con otro Pulitzer, de Steve Coll, peleó en la guerra más larga de su historia. Dos décadas de combate contra los yihadistas. Que le ha supuesto un desembolso de cientos de miles de millones de dólares. Con un millón de efectivos desplegados y 2.448 soldados y otros 3.846 contratistas muertos. Afganistán, por su lado, pagó el precio de 66.000 bajas mortales entre el ejército y la policía. A los que cabe añadir otros 47.000 civiles y, claro está, no menos de 50.000 talibanes.

Antes de anunciar la retirada definitiva, el actual presidente, Joe Biden, ya sostuvo que su país no podía «continuar el ciclo ni extender o expandir nuestra presencia militar con la esperanza de crear las condiciones ideales para nuestra retirada, esperando un resultado diferente». La polaroid final tiene un regusto a derrota. A escapada deshonrosa y desafección a los aliados, empezando por los pobres afganos, que sopesarán con más escepticismo y crudeza las promesas de fidelidad eterna por parte del gigante americano y de sus socios atlantistas. Por más que analistas tan agudos como Thomas Friedman pidan tiempo, convencido de que los talibanes elijan la vía de la realpolitik, aliados con China, antes que los viejos usos terroristas. Pero nada alivia o redime la bestial indefensión en la que quedan las mujeres y los hombres libres, abandonados a los anillos de la sierpe fundamentalista.

Por otro lado sabemos que Osama Bin Laden nunca entendió bien la catarata de cambios sistémicos que provocaría su atentado. Como explica Nelly Lahoud en «Foreign Affairs», lo del niño insurrecto y megalómano de la yihad fue un morir de éxito. Un éxito calamitoso. Una catástrofe que empezó como mortífera victoria y terminó con su organización criminal devastada por las muertes, detenciones y deserciones. Lahoud, que ha revisado miles de documentos incautados al líder de Al Qaeda, concluyó que el terrorista creía en la infalibilidad de sus planes. Con el 11-S no sólo pensaba aglutinar a miles de combatientes bajo el pendón de la Guerra Santa. También achicaría el espacio de las grandes potencias occidentales. Resueltas a desentenderse del futuro de Palestina e Israel, Libia y Somalia, Afganistán y Yemen.

Pero el 11-S, que en principio iba a ser incluso más grande, con aviones estrellándose contra la Casa Blanca y el Capitolio, lejos de propiciar el enclaustramiento de EEUU espoleó su reacción orgullosa. La intervención aplastó la tarántula fundamentalista en sus refugios afganos, forzándola a una retirada ignominiosa en las montañosas zonas tribales de Pakistán de la que no iba a recuperarse hasta la catastrófica invasión de Iraq, que reactivó el yihadismo y concedió una nueva oportunidad a las sucesivas encarnaciones del terror, multiplicadas en nuevas organizaciones que proliferan tanto en Irak como en Siria, el Magreb, Mali, etc.

En 1998, acompañado por el lugarteniente egipcio Ayman al-Zawahiri, Bin Laden había despejado dudas respecto a sus intenciones, convencido de que «matar a los estadounidenses y sus aliados, civiles y militares, es un deber individual para todo musulmán que pueda hacerlo en cualquier país en el que sea posible hacerlo, con el fin de liberar la mezquita de al-Aqsa y la mezquita sagrada, y para que sus ejércitos abandonen todas las tierras del Islam, derrotados e incapaces de amenazar a ningún musulmán». Al Qaeda es una sombra de lo que fue y su líder terminó en el fondo del mar, dando de cenar a los peces abisales del océano Índico. Nueva York, que en 2020 iba a sufrir la acometida global de la covid, renació del 11-S para contarlo. Pero la profecía de unos EEUU y una OTAN que escapan derrotados de las tierras del islam tomaba cuerpo después de que Biden cumpliera las promesas de su antecesor, Donald Trump, y evacuase a los últimos marines. Quizá necesitemos otros 20 años para saber cómo acaba la partida.