Desplazados

“Ya nunca estaré vivo del todo”

No todos los refugiados cruzan las fronteras occidentales de Ucrania, muchos se quedan dentro de su propio país

Varias personas participan en un centro de arte usado como almacén para recopilar comida, ropa y medicamentos, en el octavo día desde el inicio de la guerra en Ucrania, en Lviv (Ucrania).
Varias personas participan en un centro de arte usado como almacén para recopilar comida, ropa y medicamentos, en el octavo día desde el inicio de la guerra en Ucrania, en Lviv (Ucrania).Pau VenteoEuropa Press

Alexander es un rastafari de ojos grises y frágil sonrisa que a cada segundo parece que se va a desplomar. Todos los días por la mañana, desde hace cuatro días que define como “interminables”, se sienta en el mismo banco de la calle Halytska (Leópolis) y canta tiernas canciones acompañándose de su guitarra. A veces se olvida de cantar y se limita a murmurar una tonadilla que fluctúa por las aceras atestadas de la ciudad, cada día un poco más atestadas que el anterior y que hacen de recipientes para los refugiados que huyen de la guerra pero que no quieren abandonar todavía el país, convencidos de que el conflicto terminará pronto y les permitirá regresar a sus hogares.

Alexander viene de Járkov y está vivo, de una pieza, aunque sus ojos pierden el resplandor cuando asegura que “ya nunca estaré bien, ni vivo del todo”. Se niega a hablar de los horrores que ha presenciado. Solo sus ojos que bailotean empañados pueden expresar de alguna manera el llanto que esconden los rincones prohibidos de sus pupilas. Alexander es una de las cientos de personas que duermen en las camas habilitadas en los colegios por el Ayuntamiento de la ciudad.

Porque no todos los refugiados huyen a Polonia o Hungría. Algunos, como Alexander, esperan en Leópolis mientras batallones de periodistas corren con las cámaras en ristre a grabar imágenes de la estación. Son refugiados dentro de su propio país. Corren un paso por delante de los bombardeos pero sin pegar el salto, para algunos casi irreparable, que supone abandonar Ucrania y buscar una vida nueva más allá de su tierra. Uno puede reconocer a este tipo de refugiado porque dedican horas enteras del día a ver la vida pasar, sentados en alguno de los bancos de la ciudad y con los hombros apáticos inclinados hacia delante. Es el caso de una mujer que no ha querido dar su nombre a este periódico, madre de dos hijos y cuyo marido se encuentra en estos momentos combatiendo a la desesperada en Mariupol.

Su marido no sabe que nunca cruzó la frontera y piensa que ya están a salvo en Polonia. Pero ella no quiere cruzar, no sin él. “Leópolis está muy lejos de los combates y aquí no nos pasará nada”, asegura la mujer mientras vigila que sus niños dibujen en un cuadernito de cuadrados. “Y cuando todo esto acabe, que acabará pronto, volver a Ucrania será tan difícil como salir ahora”. Su determinación provoca que su hija pequeña levante la cabeza, entre extrañada y preocupada por el tono de su madre: “no voy a perder un segundo en reencontrarme con mi marido”.

La mujer espera. Miles de ojos botan y rebotan anonadados por las calles de Leópolis, cada día un poco más llenas de personas, niños, expectación y esperanza mal disimulada. Suenan las alarmas a media tarde y rugen despiadadas a lo largo de toda la noche. Los ojos (son miles de ojos que provocan náuseas y parecen devorar cada rincón disponible) giran como peonzas en busca de los misiles que dicen que van a caer. Decenas de perros hambrientos y abandonados por sus dueños en plena huida merodean la ciudad, mientras los ucranianos, puro amor incluso ahora, aún encuentran un momento para darles las sobras de su comida o un pedacito de bocadillo que comen sentados en los bancos.

Irina vende zapatos desparejados, pantalones de segunda mano y juguetes estropeados en el murete colindante a la Catedral de San Jorge. Casi parece que los venda de broma, esos zapatos manoseados y desparejados. Pero no es ninguna broma. Son los zapatos de su marido que se quedó atrás. Dice venderlos porque “necesito un poco de efectivo para poder pagar mi alojamiento, y yo sabía que iba a necesitar dinero, entonces me traje de Kiev una maleta con juguetes de cuando mis hijos eran pequeños, ropa vieja de mi marido y esas cosas”. Sus hijos y sus maridos siguen en Kiev. Ella espera en Leópolis, al menos hasta que se le acabe el dinero. Los suyos son dos ojos más en la marea.

Los alojamientos de la ciudad están atestados de refugiados, algunos de paso a la frontera y otros, ya se ha dicho, esperando con una terquedad indomable a la derrota definitiva de los rusos, o la derrota de Ucrania, lo que sea que llegue antes. Aunque el Gobierno ucranio ha adoptado medidas para evitar la inflación de los precios en la medida de lo posible, y promete severos castigos económicos para aquellos que suban los precios aprovechándose de la trágica situación, en realidad no resulta fácil hacer las medidas efectivas. Tarik tiene un albergue que no deja de tragar y escupir refugiados. Algunos llegan calados a las cuatro de la madrugada y chillan en el recibidor mientras exigen una cama caliente y calefacción. Tarik cobra precios desorbitados a quienes llegan porque “no sé cuando voy a tener que huir yo también y este albergue es mi única fuente de ingresos”.

Argumenta que tiene hijos que alimentar y que solo procura reunir todo el dinero posible antes de que llegue su turno de subir a un autobús con destino a la frontera. Sus camas las ocupan todo tipo de personas: estudiantes egipcios y traumatizados que huyeron de Járkov, periodistas eslovacos, hombres con la mirada enloquecida que regresan del extranjero para rescatar a sus familias de alguna de las ciudades del interior, familias de clase alta ucraniana que ahora se ven obligadas a apretujarse en las literas de muelles rotos, humilladas y asqueadas por el olor.

Los ojos que pululan como pajaritos por lo largo y ancho de Leópolis expresan asco, humillación, esperanza, temor, vergüenza, orgullo inquebrantable, duda y decisión. Es una ciudad de veraneo transformada, con la brusquedad y el estruendo que arrastra la guerra a ras de suelo, en el único bastión disponible para los refugiados que no lo son.