Historia
Hay que “mamar el trono”: así se han casado los miembros de la Familia Real británica
¿Son más exitosos y estables los matrimonios cuando ambos consortes tienen educaciones similares o cuando los contrayentes son príncipes reales?
Mucho antes de que en las dinastías de la Europa continental se considerase ni por asomo permitir que sus príncipes casaran con personas no pertenecientes a la primera o, al menos, a la segunda parte del «Almanach de Gotha», la «biblia» de la realeza europea –que reposaba en las mesas de suegras casamenteras–, ya en la Familia Real británica habían empezado a contraer cristiano, aunque no católico matrimonio, con diversas personas que no habían nacido en las gradas de trono alguno.
La I Guerra Mundial y la enemistad anglo-alemana fue decisiva para los asuntos nupciales. El rico vivero de princesas casaderas germanas se vio de pronto vetado por decisión regia británica. En efecto, en aquella época muchos miembros de la familia tenían nombres teutónicos y Jorge V decidió cambiar el de la Casa Real. El College of Heralds no podía decir con exactitud cuál era el apellido dinástico del rey. Era el momento. Eduardo III había sido llamado Eduardo de Windsor, lugar donde había nacido en 1312. Se pasó entonces del germánico Sajonia-Coburgo-Gotha al más británico de Casa de Windsor.
El rey renunció también a sus títulos y dignidades alemanas para sí y los demás miembros de la Familia Real que fueran súbditos británicos. Windsor fue el «apellido» dinástico elegido, de raigambres inglesas y alejado de todo lo alemán. Una proclama real del 17 de julio de 1917 estableció que: «Our House and Family shall be… known as the House and Family of Windsor».
Naturalmente, en ese contexto, era una locura que un príncipe británico buscase consorte en el Imperio Alemán o en el resto de monarquías germanas no católicas donde hasta ese momento buscaban consorte los británicos. Evidentemente, el matrimonio de un príncipe británico con una católica hubiera traído tales consecuencias para la sucesión, en virtud del Act of Settlement de 1701, que a ninguno se le hubiera ocurrido ni pensarlo.
El caso de Jorge IV y su peculiar boda en 1785 con Mary Anne Smythe, Mrs. Fitzherbert, que contravenía la Royal Marriages Act de 1772, fue considerado legalmente nulo «ab initio». Años más tarde, el príncipe Augusto, duque de Sussex, contrajo sendos matrimonios que contravenían esa norma. Los matrimonios entre príncipes y princesas británicos y personas no pertenecientes a la realeza, y a veces, ni siquiera a la nobleza, empezaron a prodigarse tras la Gran Guerra.
La princesa Victoria, hija de Jorge V casó en 1922 con Henry Lascelles, sexto conde de Harewood; el príncipe Enrique, duque de Gloucester, hijo también de Jorge V, contrajo matrimonio en 1935 con Lady Alice Christabel Montagu-Douglas-Scott; la princesa Victoria, hija del Duque de Connaught, se casó en 1919 con el Hon. Sir Alexander Ramsay, pasando a ser conocida como Lady Patricia Ramsay. Todos esos enlaces, aunque contraídos con personas ajenas a la realeza, tenían lugar con miembros de antiguas casas de la nobleza británica.
A Eduardo VIII le costó el trono su empecinamiento en casarse con la dos veces divorciada norteamericana Wallis Simpson. Icono de una fría elegancia y de un desmesurado amor por las joyas solo comparable al de su suegra, la reina María, vivió alejada de su familia política. A la hierática esposa de Jorge V, no le gustó nada ese estrambótico proyecto que «David», como era llamado en familia, logró llevar a cabo con relativo éxito. No llegó a ser coronado y, tras una abdicación forzosa, vivió el resto de su vida y murió como duque de Windsor sin que jamás su mujer recibiera el tratamiento de Alteza Real.
Con la muerte de la reina Isabel II desaparece un mundo, un modo de ver la realidad y de encarar los problemas que, también en la manera de «matrimoniar», va desapareciendo a marchas forzadas. El sentido del deber le llevó siempre a cumplir estrictamente con sus obligaciones. Una de ellas, en el caso de los soberanos, es la de contraer matrimonio con la persona adecuada.
Cuando ella lo hizo en 1947 con Felipe, nacido príncipe de Grecia y Dinamarca, esa persona no podía ser otra que un príncipe real, es decir, alguien que entendiera y valorara el papel que un consorte regio debe ejercer, precisamente por haberlo visto en su propia familia. Es lo que algunos denominan gráficamente «mamar trono». Ese matrimonio significó la manifestación de los fuegos fatuos de los enlaces «iguales» en la familia real británica. Nunca más se volverían a producir… hasta ahora.
Las bodas de los hijos de Isabel II supusieron más de un dolor de cabeza para la soberana y los divorcios se prodigaron con excesiva frecuencia. Los nietos de la difunta soberana son aún jóvenes y los que han contraído matrimonio lo han hecho con personas ajenas al círculo de la realeza. Guillermo, duque de Cambridge, con Catherine Middleton, que ha asumido bastante bien su papel de esposa del futuro príncipe de Gales, cosa que no ha sucedido en absoluto con Enrique, duque de Sussex, tras su matrimonio con Meghan Markle.
El resto de los nietos no padecen la presión de Guillermo y Enrique y han contraído enlaces desiguales, pero hasta ahora no fallidos. ¿Es imposible hoy que un príncipe se enamore de una princesa por nacimiento? ¿Es aún el tiempo en que esos son los matrimonios adecuados para quien está cercano al trono? ¿Deben los príncipes tomar en consideración algo más que su corazón al elegir consorte? ¿Son más exitosos y estables, en general, los matrimonios cuando ambos consortes tienen educaciones similares o cuando los contrayentes son príncipes reales? Responderé solo a la última cuestión: en el caso de Isabel II y el duque de Edimburgo, así fue y, quizás, no podamos comprobarlo en otros enlaces nunca más.
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