El futuro

Los peligros de la sucesión en la Corona

Los Windsor están atrapados por el deseo de permanecer intemporales ante los vaivenes identitarios y la necesidad de renovarse para reconectar con los jóvenes

El Príncipe Carlos, su nieto el Príncipe Jorge y su hijo el Príncipe Guillermo, el Duque de Cambridge en el balcón del Palacio de Buckingham
El Príncipe Carlos, su nieto el Príncipe Jorge y su hijo el Príncipe Guillermo, el Duque de Cambridge en el balcón del Palacio de BuckinghamFACUNDO ARRIZABALAGAAgencia EFE

Al final, pasó la gran celebración por el jubileo de platino de Isabel II. En junio se vivieron cuatro días festivos, lo que sería un puente a la española, concepto incomprensible para los británicos. Y que su soberana cumpliera 70 años en el trono, longevidad única en la historia del reino, sin duda lo fue. «Se llevará a cabo un extenso programa de eventos públicos que mezclará la pompa tradicional con las exhibiciones tecnológicas más avanzadas», podía leerse en un comunicado oficial del Gobierno.

Entonces se pensaba que quedaban muchos meses por delante, un tiempo que pareció una eternidad para una mujer de 96 años cuyas visitas imprevistas al hospital, la anulación de algunos de sus actos oficiales y la grabación de mensajes en lugar de su presencia en otros llevaban a pensar que la salud comienza a abandonarla. Y entonces, ¿qué? ¿Qué ocurriría cuando la familia real salga al balcón de Buckingham e Isabel ya no esté, ocultando tras su enorme popularidad las miserias de la tropa que ha amargado sus últimos años? Esto es lo que se preguntaban entonces y ha llegado el momento de responder, desgraciadamente, a esas preguntas.

«Operación Puente de Londres». Así se conoce el protocolo, diseñado hasta el mínimo detalle, que comenzó en el instante en que la soberana falleció. La BBC dio el comunicado oficial, se declaró festivo nacional y la Policía inició un operativo para controlar las multitudes que se reunieron alrededor de Palacio, donde, de no haber estado en Balmoral, hubiera estado el cuerpo de la reina que sería trasladado después a Westminster, lugar en el que debía permanecer tres días, hasta que finalmente recibiera sepultura en la cripta real del castillo de Windsor. Para entonces, el Gobierno, la familia y los cortesanos, reunidos con Carlos III, ya habrán saludado la continuación dinástica con un «Dios salve al rey», aunque tal vez deslucido por la incertidumbre con que lo corearán algunas voces.

Para el septuagenario príncipe de Gales ha finalizado la «eterna espera», como la ha definido el experto en asuntos palaciegos Geoffrey Levy. Carlos sabe bien que su reinado nace entre los temores fundados que despierta su figura, escandalosa en el pasado, polémica en sus opiniones, de imagen gris, nada cautivadora. «Carlos va a ser el monarca mejor preparado de la historia y será muy buen rey», aseguraba Simon Lewis, quien fuera secretario de Comunicaciones de la reina Isabel II, representando a la minoría que confía en su capacidad para continuar con el legado de su madre. La mayoría muestra, en el mejor de los casos, sus dudas, y en el peor, las críticas más agrias, como la de Tom Bower, autor de una de las biografías más duras sobre el heredero: «Socavará la monarquía. Es un rebelde que quiere imponer sus ideas y su visión del mundo, y divide en vez de generar consensos».

Es verdad que su tormentoso matrimonio con Diana y el lodazal en que se convirtió su divorcio es un estigma que lo acompañará siempre. Pero, además, a los monárquicos más tradicionalistas les incomoda que no respete la distancia que su madre siempre ha mantenido respecto a cualquier tema que fuera objeto de debate social. Desde el silencio (nunca ha dado una entrevista personal o ha realizado una declaración pública que no dicte el protocolo), Isabel II logró mantener un halo de impoluta neutralidad que a nadie molesta. Su hijo, sin embargo, ha pisado charcos impulsado por un compromiso personal que le ha llevado, por ejemplo, al activismo contra el cambio climático, a la defensa de la arquitectura tradicional o a la crítica por la escasa calidad de las comidas en los hospitales públicos.

El largo reinado de Isabel y su habilidad para mantener la identificación del trono con la majestad que heredó de sus antepasados han proporcionado una estabilidad a la institución que, por las mismas razones, ahora, puede ser el mayor de sus lastres. Para la gran mayoría de británicos la monarquía es Isabel, la única soberana que han conocido, de modo que es seguro que la percepción de la corona cambie decisivamente cuando el príncipe ocupe su lugar. Carlos deberá asumir el desafío de acometer una inevitable transformación que probablemente engrosará las filas de los antimonárquicos. Su éxito consistirá en que la pérdida de apoyos no sea dramática.

Simon Schama, historiador británico, profesor en la Universidad de Columbia (EE UU), sostenía en un artículo en «New Yorker» que Carlos puede enfrentarse, además, a una crisis de identidad en su país, convulsionado por las consecuencias del Brexit y amenazado en su unidad por la posibilidad de otro referéndum de independencia en Escocia. «Hay una especie de neurosis nacional que normalmente aplacaría la monarquía. Pero la monarquía está atrapada, tratando de hacer dos cosas contradictorias: para calmar una crisis nacional debe ser una institución intemporal, pero para la gente joven británica, particularmente, tiene que ser una institución de nuestro tiempo».

En ese ejercicio de bipolaridad se demostrará la aptitud de Carlos para leer lo que necesita la institución y lo que le demandan sus conciudadanos. Por lo pronto, ya ha trascendido su pretensión de continuar viviendo en su residencia de Clarence House, haciendo de Buckingham un museo donde acoger determinados actos solemnes. Un gesto de contención presupuestaria que parece el primer paso para descargar de púrpura y armiño la nueva etapa. Según también se ha filtrado a los medios desde su entorno, tiene la intención de reducir el número de representantes de la monarquía, hoy multitud, para limitarlo a un pequeño núcleo en el que estarían, además de él y Camilla, Guillermo y Kate, su hermana, Ana, y su hermano Eduardo con su esposa, Sofía. A los que más adelante se sumarían sus descendientes.

Por tanto, el erario ahorraría los gastos que supone el protagonismo oficial de figuras como el duque de Kent, la princesa Alexandra o los duques de Gloucester. Con el príncipe Andrés no se cuenta para nada, manchado de por vida por su relación con el pederasta Jeffrey Epstein y la causa abierta contra él por abuso de menores, lo que también acaba con las pretensiones de sus hijas, Beatriz y Eugenia de York, de formar parte de lo que se considerará la familia real británica.

No solo el entorno de Carlos encogerá, también los territorios sobre los que todavía reina su madre como jefe del Estado: son otros 15 países, ex colonias británicas que decidieron seguir formando parte de la Corona. Uno de estos, Barbados, el pasado 30 de noviembre se convirtió oficialmente en república. Otros ya han mostrado su desafección por un trono que no esté ocupado por Isabel: las encuestas en Canadá son claras a este respecto y en Australia aumentan hasta la mayoría las voces que hacen suya la opinión de Marcolm Turnbull, ex primer ministro de ese país, que defiende dar por terminada la etapa monárquica cuando muriera la reina. ¿Seguirá pensando lo mismo hoy?

Es, sin duda, el fin de una era. Todos confiaban en que llegaría tarde, y así ha sido, pero el final siempre es inevitable. Ahora habría que gritar «God save the monarchy», al menos a largo plazo.