Ucrania
Kiev le pierde el miedo a la rutina de la guerra: cuatro ucranianos cuentan su día a día en la capital
Vlad, Yurii, Oksana y Eugeniya explican a LA RAZÓN cómo ha cambiado la ciudad desde que comenzó la invasión el 24 de enero
Khreschatyk, la calle principal de Kiev, normalmente está llena de gente, sobre todo en primavera. Es el sitio favorito de las parejas enamoradas, los turistas, los oficinistas y empleados de la administración que llena a diario la zona. En el corazón de la ciudad, la Plaza de Independencia, siempre hay gente tomando fotos de los monumentos de la capital. Sin embargo, hoy es muy difícil imaginar la ciudad llena de vida.
Después de un mes guerra, la ciudad tiene varios barrios destruidos y miles de kievitas han huido de las bombas. Los que tuvieron la mala suerte de comprar casas en las afueras de la ciudad, como Irpin, Bucha, Borodianka y Vorzel, han pasado por un verdadero infierno bajo la ocupación rusa.
La calle está completamente vacía, a excepción de los periodistas internacionales que se encuentran haciendo sus directos para televisión y reportajes con sus chalecos antibalas delante de las barricadas de las brigadas de defensa. Las autoridades han prohibido tomar fotos de las barricadas y de las técnicas militares. Al periodista que se salta las normas le revisan sus documentos y le hacen preguntas incómodas sobre posibles conexiones con Rusia. Incluso le revisan sus servicios de mensajería y las redes sociales.
El único sitio que destaca de todo el paisaje es un kiosko que ofrece café, decorado con guirnaldas. Los propietarios han decidido abrir su cafetería el día en que se cumple un mes del inicio de la guerra y han puesto los altavoces y las luces para animar un poco a la gente. Mientras la propietaria prepara “raf café” con lavanda, la bebida favorita de los kievitas -bastante exigentes en su elección de café- explica que decidieron abrir su pequeño negocio “hoy o nunca”, no querían quedarse más tiempo en casa.
El pánico y el miedo están disminuyendo poco a poco. La gente se acostumbra vivir bajo las nuevas condiciones. Las sirenas, las colas largas en las farmacias y la escasez de algunos productos forman parte de la vida diaria.
A pesar de los combates y ataques constantes, la situación ecológica extremadamente peligrosa por el fuego en los bosques de Chernobil y el ruido de las explosiones a las afueras de la ciudad, la mayoría de los kievitas asegura con certeza que la capital es el sitio más seguro para estar.
En Kiev “comprar una casa” siempre ha sido el gran objetivo para la gente -desde los tiempos soviéticos-, y muchos llevan ahorrando dinero toda su vida para hacerlo. En los edificios bombardeados por el ejército ruso ya no hay ni luz, ni ventanas pero los vecinos no quieren dejar sus viviendas preparan la comida haciendo fuego en los patios.
Eugeniya, la directora de una de las guarderías destruidas, junto con otras empleadas, están intentando hacer todo lo posible para abrirla el próximo 1 de septiembre, cuando “los niños regresan a la ciudad”. Lo que a Eugeniya le da mucha pena es la destrucción de las vidrieras con las imágenes de los cuentos mágicos ucranianos. Ahora estos mosaicos bonitos suponen un peligro adicional para los que están dentro. A pesar de que el edificio sigue en estado crítico cada día llegan para gestionar la obra y limpiar.
La mayoría de los kievitas que dormían en el metro ya salieron de la ciudad o se fueron a casa. Vlad, de 21 años, se esconde de los periodistas que entraron a grabar a su vivienda -la estación del metro Arsenalna-. Está sentado en un banco cerca del metro, leyendo un libro sobre la Segunda Guerra Mundial que “le parece muy apropiado en estas condiciones” y secando su ropa. Comenta que “es muy introvertido y que no le gusta toda esa atención mediática”. “Creo que deberían grabar los primeros días cuando había cientos de personas, pero ahora solo somos unos 30. No sé qué interés tiene este reportaje”, comenta el joven.
Vlad no es un kievita de nacimiento: cuando tenía 13 años huyó del orfanato, se fue a otra ciudad ucraniana, Poltava, y desde hace un año las calles de Kiev se han convertido en su casa. Ahora no tiene ni papeles, ni dinero, ni trabajo, ni conocidos en otras ciudades. Por eso, salir de Kiev no ha sido una opción. “Cuando acabe la guerra, voy a estudiar relaciones internacionales. También he hecho un par de cursos gratuitos de comercios de divisas; de momento no tengo dinero, pero me gustaría dedicarme a esto”, explica Vlad.
Algunos kievitas, aunque no llevan chalecos antibalas ni armas, se han convertido en los héroes de la ciudad. Yurii, un informático, reconoce que últimamente “su vida parece una película antigua sobre la Segunda Guerra mundial”, entre bombardeos y su trabajo como voluntario. No le cogieron para la brigada de defensa territorial, tampoco para el ejército, pero estuvo ayudando de forma activa a los soldados, además de hacer donaciones y otro tipo de ayuda. A la defensa le vendió sus tokens NFT para comprar un todoterreno para los soldados.
Oksana, con más de 420.000 seguidores en TikTok y 125.000 en Instagram, es una psicóloga y bailarina de kizomba profesional. Antes de la guerra daba clases tanto presenciales como online, y casi todos los fines de semana bailaba en los festivales internacionales. Es la segunda vez que la guerra cambia el rumbo de su vida. Hace ocho años, su familia tuvo que huir de Donetsk. “¿Hasta cuando van a seguir echándonos de nuestras casas? Donetsk, Kiev, Leópolis... ¿Luego que?”, comenta con angustia. Desde que empezó la guerra, Oksana dejó de bailar, y ahora tampoco le preocupan sus redes sociales. Añade que “ni siquiera puede ver los videos de bailes”.
Al principio, organizó un grupo de ayuda psicológica pero luego se dio cuenta que a la gente que se encuentra en situación vulnerable le faltaban algunas cosas muy básicas. Últimamente, le parece que “la ayuda humanitaria no llega a Kiev y se pierde por el camino” y se pregunta: “¿Dónde están estos camiones que nos enseñan en la tele?”
Por eso, a través de sus contactos, recauda fondos, compra comida y medicamentos y se los lleva a la gente de la tercera edad. Su número se ha convertido en un “911″ para las abuelas de la ciudad, que difunden entre sus vecinas la iniciativa de Oksana.
“Recibo las llamadas de varios números, normalmente no les pregunto por qué necesitan la comida y dónde están sus hijos para no agobiarles. La pensión mínima en Ucrania, que por ejemplo recibe mi padre, son de unos 80 euros. Así que sus peticiones suelen ser muy humildes. Cereales, pan, galletas y un poco de salchichas”, comenta Oksana.
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