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La democracia en Latinoamérica y los complejos de Occidente

Aún con sus imperfecciones en Chile y Argentina hay democracia, mientras que en Bolivia un tirano pretende mandar sin límites por tiempo indefinido

Un manifestante contrario al Gobierno de Piñera, en Santiago, Chile/ Europa Press
Un manifestante contrario al Gobierno de Piñera, en Santiago, Chile/ Europa Presslarazon

Aún con sus imperfecciones en Chile y Argentina hay democracia, mientras que en Bolivia un tirano pretende mandar sin límites por tiempo indefinido

¿Cuál es la diferencia entre Chile y Argentina con respecto a Bolivia?

La respuesta debería saltar a la vista y ser evidente para cualquier moderno del hemisferio occidental, pero lamentablemente no es así. Aún con sus imperfecciones en Chile y Argentina hay democracia, mientras que en Bolivia un tirano pretende mandar sin límites por tiempo indefinido, como lo hicieron Fidel Castro y Hugo Chávez y como ahora también lo pretenden Daniel Ortega y Nicolás Maduro.

Tratemos de analizar la situación alejados de cualquier prejuicio ideológico y basándonos en hechos no controvertidos.

Hablemos de Chile primero, ahí gobierna Sebastián Piñera desde hace apenas año y medio, antes de él lo hizo por cuatro años Michelle Bachelet, antes otra vez Piñera y antes otra vez Bachelet y más atrás, Ricardo Lagos. El periodo más largo fue el de este último con seis años consecutivos, a partir del cual se ha generado una alternancia rigurosa cada cuatro años. Ahora a partir de las protestas desencadenadas por el aumento de la tarifa del metro, Piñera ha pedido perdón y ha puesto sobre la mesa varias reformas sociales.

En el caso de Argentina, a pesar de una mayor precariedad institucional y una crisis más evidente, el péndulo también se ha movido radicalmente entre el peronismo y el partido de Mauricio Macri, quien acaba de reconocer el triunfo de su oponente poniendo fin a su mandato de apenas cuatro años. Para quien quiera llevar la cuenta bajo el esquema arcaico e impreciso de izquierdas y derechas, solo apunto que los nueve años que suman Piñera y Macri quedan pasmados ante la hegemonía de las izquierdas argentina y chilena en las últimas dos décadas.

De cualquier modo quien tenga un mínimo de objetividad tendrá que reconocer que esos dos exponentes de lo que muchas veces se pretende criminalizar con el calificativo de “derecha”, gobiernan sin abusar de su poder, no persiguen a sus oponentes, piden perdón, reconocen sus derrotas y no pretenden mandar más tiempo del estipulado en la constitución. Todo lo contrario a lo que sí pasa en Cuba, Venezuela, Nicaragua y Bolivia, de quien hablaremos ahora.

Evo Morales ha perpetrado uno de los fraudes continuados más descarados contra la voluntad popular, con el fin de prolongar su mandato por cuarta vez consecutiva. Primero intentó cambiar la constitución de su país para establecer esa aberración chavista llamada reelección indefinida, perdiendo el referéndum popular con lo cual quedó rechazada tal pretensión.

Pero luego utilizó el Tribunal Supremo que él maneja a su antojo para desestimar la voluntad de los bolivianos interpretando que él tiene derecho a reelegirse indefinidamente aunque lo impida expresamente la constitución y le fuera negado por el pueblo. Fue así como llegamos a la elección presidencial que acaba de ocurrir en la que no se conformó con presentarse como candidato de forma ya torcida, sino que luego de un primer boletín con resultados que eran concluyentes sobre la necesidad de una doble vuelta, mandó a parar la totalización para fabricar dos días después unos resultados que le dieron finalmente ese triunfo manchado del más burdo fraude.

¿Se entiende ahora la diferencia?

Una cosa son los problemas de las democracias en países donde los pueblos tienen el derecho a cambiar sin trauma a sus gobernantes y hay alternancia política y límites al poder, y otra muy distinta es el drama de una tiranía que viola los derechos humanos de su pueblo para perpetuar el mando arbitrario de una sola persona. No se trata ya del dilema entre derechas e izquierdas, sino de la objetiva diferenciación entre democracias y tiranías y la necesaria condena a estas últimas en favor de sus víctimas.

Por algo no son los chilenos los que cruzan a pie un continente para buscar oportunidades en Venezuela, sino al revés. Así como no fueron los estadounidenses los que se arrojaron al mar en balsa para llegar a Cuba. Y es que los pueblos sí valoran la libertad. Entonces, ¿por qué los caudillos latinoamericanos siguen actuando con tanta impunidad y en Occidente parecen estar más preocupados por una palabra de Piñera o un tuit de Trump que del fraude continuado de Evo Morales, el genocidio de Maduro, la interminable dictadura cubana o los crímenes de Ortega en Nicaragua?

Para responder esa pregunta nada mejor que desempolvar esa obra maestra del venezolano Carlos Rangel escrita en 1976: “Del Buen Salvaje al Buen Revolucionario”. Esta tesis, en palabras de su propio autor, puede resumirse así: “Por causa del mito del Buen Salvaje, Occidente sufre hoy de un absurdo complejo de culpa, íntimamente convencido de haber corrompido con su civilización a los demás pueblos de la tierra, agrupados genéricamente bajo el calificativo de Tercer Mundo, los cuales sin la influencia occidental habrían supuestamente permanecido tan felices como Adán y tan puros como el diamante”.

Este complejo explica el alivio de Occidente al ver a un “indígena” como presidente de uno de los países otrora conquistados, al punto que poco le importa si en ese país hay o no libertades políticas y de conciencia como las que existen en Europa. Ver a Morales como cacique de Bolivia expía las culpas y reivindica a esa América precolombina simbolizada por el mismo mito como el Edén, el Dorado o hasta el Atlántida. Total, la democracia fue una transculturización violenta, algo de lo cual podemos prescindir en la exótica América Latina, siempre y cuando reine el bello salvajismo que tuvieron a mal contaminar hace quinientos años con la plaga de la civilización causante de todas las injusticias.

De hecho Rangel remata su tesis así: “Los hispanoamericanos somos a la vez los descendientes de los conquistadores y del pueblo conquistado, de los amos y de los esclavos, de los raptores y de las mujeres violadas. Para nosotros, el mito del Buen Salvaje es una mezcla de orgullo y de vergüenza. En nuestra extremidad, no nos reconoceremos sino en él, y aun hijos o nietos de inmigrantes europeos recientes, seremos “Tupamaros”. De esta manera el Buen Salvaje se transforma en el Buen Revolucionario, el redentor, aquél por quien el Nuevo Mundo debe dar a luz al “Hombre Nuevo” que esta Tierra Prometida lleva en su vientre: Che”.

Esto describe tantos fenómenos similares en una región plagada de caudillismos en la que la democracia sigue siendo un proyecto en construcción y que después de la decepción del comunismo soviético, se convirtió en la única esperanza de la utopía socialista, justamente porque hace apenas cinco siglos vivíamos semidesnudos y en comuna. Pero el ensayo de Rangel es la joya que es, en parte porque su prólogo fue escrito nada menos que por Jean-Francois Revel, quien agrega en franco diálogo con el autor, lo siguiente: “Latinoamérica es esencialmente occidental, a pesar del pasado precolombino, por sus lenguas, su visión del mundo, su cultura y su población”.

En Latinoamérica el subdesarrollo económico es consecuencia del subdesarrollo político, y no lo contrario, como sucede en el verdadero Tercer Mundo. Sea como sea, ese doble subdesarrollo ha precipitado la vocación “revolucionaria” de Latinoamérica, ya que la “revolución” parece el atajo para superar una situación marcada por la incapacidad de construir Estados democráticos modernos y economías prósperas”.

Impecable diagnóstico hecho a mediados de los setenta que no pierde una pizca de vigencia y que solo es superado por la advertencia final que deja el ensayista francés y que leído hoy luce casi como un pronóstico: “Si con su herencia cultural occidental y con su situación relativamente favorable, Latinoamérica no logra encontrar su camino sin renunciar a los ideales y a las conquistas de la Revolución Liberal, eso sería de muy mal augurio para el resto del planeta, puesto que significaría que la mayor parte de la humanidad no puede ser gobernada sino por el autoritarismo y el terror”.