Atrapados en Bajmut

“Queremos morir en nuestra casa”

En la ciudad de Sivers’k, clave en el frente olvidado al norte de Bajmut, quedan miles de civiles que llevan un año viviendo en sótanos bajo el constante bombardeo ruso

«Ucrania, mantente a salvo», reza un grafiti escrito en verde en la entrada de la ciudad de Sivers’k, situada a pocos kilómetros de la frontera con Rusia, donde el Ejército ucraniano defiende la parte norte del frente del distrito de Bajmut, el cual ha caído en el olvido a pesar de que los bombardeos rusos siguen arrasando la zona y miles de civiles llevan meses viviendo escondidos y sin apenas recursos.

«Hace un año que vivimos en un sótano con varios vecinos. Apenas tenemos agua para lavarnos y la ayuda de los voluntarios llega a cuentagotas», explica Tamara, de 63 años, mientras su marido, Alexander, de 67, se levanta de la silla colocada entre varios edificios residenciales que han sufrido impactos directos. No obstante, de algunos ascienden pequeñas columnas de humo gris. En la ciudad militarizada sólo quedan unos 1.000 civiles, en su mayoría ancianos, y otros 2.000 viviendo en las aldeas que la rodean.

Dos misiles lanzados por el Ejército ucraniano pasan por encima de sus cabezas dejando una estela blanca en el cielo, pero ni se inmutan. «Estamos acostumbrados y sabemos cuándo son los nuestros los que disparan», indica Alexander. «Nuestra hija fue herida en la pierna y ahora se está recuperando en Dnipro», cuenta Tamara con los ojos enrojecidos. ¿Por qué no se marchan con ella? «Nosotros hemos vivido toda la vida aquí y no abandonaremos la ciudad. Queremos morir en nuestra casa», argumenta Alexander, tan tajante como sonriente.

«De momento, tenemos mucha suerte de seguir vivos», añade el anciano. «Muchísima», interpela su esposa. «Tanta que, si quieres, te puedo dar un poco para que te la lleves contigo», continúa Alexander soltando una sonora carcajada. «El humor es lo que nos mantiene vivos», dice. «Es un comediante, pero por eso los vecinos le adoran. Cada vez que ve a uno triste y cabizbajo intenta hacerle reír», añade Tamara haciéndole ojitos. «Es la única manera de sobrevivir», repite él.

La pareja ha estado casada durante más de tres décadas. «Después de 30 años bajo su mando, los bombardeos no son nada», asegura, buscando con los ojos a su esposa. Ambos ríen y, durante un momento, las explosiones de fondo parecen más lejanas de lo que están. «Es un bromista, ¿lo ves?», contesta Tamara.

A estas alturas de la guerra que se ha llevado todo lo que tenían, «incluida mi motocicleta, a la que adoraba y se quemó en el garaje», incide Alexander, su único deseo es «que llegue la paz, aunque no a cualquier precio. Nuestro territorio debe ser respetado y devuelto», exige, refiriéndose al Donbás y Crimea.

«Ucrania es como el ave fénix. Cuando todo esto acabe volveremos a vivir bien», concluye, justo en el instante en que otro misil ruso impacta en una calle cercana.

El corazón dividido

«Vivo en el sótano del hospital», en realidad una escuela reconvertida en centro de salud, «desde que empezó la guerra», explica Sasha, de 75 años, fumando compulsivamente sentado en un banco de madera colocado junto a la puerta. «Mi mujer murió en mayo del año pasado de un ataque al corazón. No pudo aguantar la situación en la que vivimos», asegura, resignado. «Uno vive hasta que se muere», añade, soltando el humo por la nariz.

¿Qué piensa de los rusos? «Prefiero no hablar de eso. Serví en el Ejército de la Unión Soviética, por lo que no quiero decir nada sobre ese tema», asevera. Como en todos los conflictos, la dicotomía de los extremos, o el blanco y negro, es una falacia en boca de los políticos y expertos en geopolítica que nunca los han pisado. Para los civiles que la sufren, la guerra es una escala de grises siempre difícil de comprender. Las palabras de Sasha dan a entender que su corazón está más cerca de Rusia que de Ucrania, aunque esta última es quien lo está protegiendo, y las bombas rusas son las que provocaron que el corazón de su mujer dejase de latir.

Una anciana, o babushka en lengua ucraniana, las cuales son la espina dorsal de la resistencia en ciudades casi desérticas como Sivers’k, cruza el pequeño parque delante del hospital improvisado y entra a toda prisa cargando dos bolsas de plástico. «Esta situación es horrible, tremendamente mala. ¿No lo escuchas? Así vivimos cada día», cuenta mientras una ráfaga de explosiones retumba en los alrededores.

Pillaje en la ciudad

El centro hospitalario está administrado por Valery, 66, quien no se ha marchado del lugar porque “alguien tiene que encargarse del edificio, de las necesidades de la gente y de que no se sientan desamparados”, explica, sentado en su mesa de trabajo y centro de logística, situado dentro de una pequeña oficina donde la estufa de madera nunca deja de funcionar.

Los doctores se marcharon en abril y nunca volvieron. Sólo queda una enfermera haciéndose cargo de todos los enfermos de la ciudad”.

“Hace meses que tenemos un grave problema con el pillaje. ¿Por qué han robado la lavadora de mi casa, o el ordenador portátil? Los efectos personales de mucha gente escondida en sótanos han desaparecido y nadie está haciendo nada al respecto”, asegura. ¿Quién está llevando a cabo los robos? “Los civiles de la región y algunos soldados. ¿Ves algún ruso por aquí? Nunca han entrado en esta ciudad y los hurtos continúan”. ¿Y la Policía? “Esos muchas veces están en el ajo”, añade, con una mirada que te hiela la sangre.

En el sótano del antiguo centro escolar, cuyo acceso está vedado a la prensa porque las familias de los enfermos no quieren que su momento íntimo de dolor sea expuesto, “hay muchos civiles, pero no quiero decir el número. Algunos están moribundos”. No obstante, “si alguien está en muy malas condiciones y todavía puede ser salvado los médicos del Ejército se encargan de trasladarlos a un hospital en Dnipro. Pero eso sólo sucede cuando no están ocupados”.

Por otro lado, desde el punto de vista psicológico, la situación empeora a diario. “Es muy duro. Cuando caen las bombas no duermes, y cuando no lo hacen tampoco puedes conciliar el sueño porque te preguntas cuándo y dónde volverán a caer”. Además, todos tienen familia demasiado lejos o en grave peligro de muerte. “Desde que estalló la guerra mi hijo combate en la Brigada 53. Mi mujer y esposa están en la región de Dnipro. Ella trabaja en un centro sanitario y mi hija es profesora”, explica, enseñando sus fotografías en la pantalla del teléfono móvil siempre a su vera.

“Ahora lo único que quiero es que llegue la paz y que todos sigamos con vida. Aunque, si tenemos que morir, lo único que espero es que sea lo más rápido posible”, dice, bajando la mirada. ¿Qué haría si tuviese delante a los políticos que manejan el conflicto? “Si tuviera a Zelenski enfrente, simplemente me daría la vuelta y no le hablaría. Y si tuviera a Putin le diría: que te jodan, cabrón”. Para los civiles inocentes el único bando que importa en una guerra es el de seguir un día más con vida.