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«Rusiagate»: Cerco al presidente

Trump se plantea despedir al fiscal especial Mueller por requisar comprometedores documentos del despacho de su abogado. Los republicanos le advierten de que sería su suicidio político.

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, atiende a la Prensa ayer en la Casa Blanca mientras espera al emir de Qatar
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, atiende a la Prensa ayer en la Casa Blanca mientras espera al emir de Qatarlarazon

Trump se plantea despedir al fiscal especial Mueller por requisar comprometedores documentos del despacho de su abogado. Los republicanos le advierten de que sería su suicidio político.

Se estrecha el cerco. Cae la noche. Avanzan las sombras. La peor pesadilla. Titulares y apreciaciones de este jaez, o sea, de un apocalíptico subido, jalonan la contundente decisión del FBI de registrar la oficina del abogado personal del presidente Donald Trump, Michael Cohen, por el caso de la actriz porno Stormy Daniels, de nombre real Stephanie Clifford, que asegura que recibió 130.000 dólares del magnate a cambio de guardar silencio sobre la supuesta relación que mantuvieron.

Daniels lleva semanas de peregrinaje por los medios, empeñada en contar «su verdad» mientras recibe suculentas ofertas de la prensa del cotilleo y acusa al actual presidente de amenazarle. El caso resulta doblemente dramático porque el fiscal que ordenó el registro de Cohen no es otro que Robert S. Mueller, desde hace meses al cargo de la investigación del llamado «Rusiagate».

La reacción del presidente fue categórica. Enfrentado por la Prensa, afirmó que considera lo sucedido «una desgracia». «Veremos qué sucede», añadió, «pero me parece un ataque contra nuestro país. Es un ataque contra todo lo que representamos». Su ira estaría justificada por el carácter altamente inusual de la medida adoptada por Mueller, nada menos que registrar las oficinas del abogado del presidente. Para lograrlo, el fiscal, conocido por su meticulosidad, blandió una autorización judicial solicitada por un fiscal de Manhattan, Geoffrey Berman, que como recordaba Stephen Collins en la cadena CNN, fue nombrado precisamente por Trump.

A la suposición de que Mueller no se habría arriesgado a semejante órdago si no contara con indicios suficientes para creer que algo en el despacho de Cohen puede ayudar a esclarecer de forma importante la hipotética trama rusa, se añade la sensación de traición respecto a Collins. Nada puntúa peor en el mundo de Trump que la posibilidad de que alguien cercano le sea desleal. De ahí que el enfado presidencial se extienda de éste a su superior, el fiscal general, Jeff Sessions, al que acusa de haberse equivocado gravemente el día en el que decidió recusarse del «Rusiagate», dejando el campo expedito para que fuera investigado por personajes ajenos a la influencia del Gobierno.

«Siguen buscando», continuó Trump en su comparecencia. «Como no han encontrado colusión [entre la campaña presidencial y los servicios secretos rusos], entonces dicen, bueno, sigamos adelante, y asaltan y registran las oficinas del abogado personal temprano por la mañana». Claro que las palabras mortales para Sessions todavía estaban por llegar. «Creo que es una desgracia. Hablaremos más del asunto, pero éste [por los investigadores] es el grupo de gente más conflictivo que jamás haya visto, el fiscal general cometió un error terrible cuando hizo esto, cuando se recusó a sí mismo, debería de habérnoslo advertido, y hubiéramos nombrado a otro fiscal general, pero cometió lo que yo creo que es un error terrible para el país», soltó el magnate.

Y si Sessions indignaba al presidente no digamos ya su segundo, el vicefiscal general, Rod J. Rosenstein, que habría dado personalmente luz verde a la petición de la orden judicial.

Casi al mismo tiempo que Trump argumentaba su monumental enfado, «The New York Times» informó de que Mueller y sus hombres buscaban pruebas tanto de los posibles pagos a Daniels como a Karen McDougal, antigua modelo de «Playboy» que asegura haber recibido 150.000 dólares de parte de American Media Inc., empresa matriz de la revista «Enquirer» y cuyo director ejecutivo es amigo de Trump. A cambio, otra vez, de que no contara su presunta relación sentimental en 2006 con el entonces célebre empresario y estrella de la televisión.

Por si fuera poco, el presidente se habría planteado la posibilidad de despedir no sólo a Rosenstein, con el que ya ha chocado varias veces, como al propio Mueller. Pero eso podría ser su tumba. Al menos así argumentan destacados miembros del Partido Republicano. A finales de enero lo advertía el senador por Carolina del Sur Lindsey Graham, convencido de que semejante paso supondría «el final» de la carrera política del presidente. Y en las últimas horas y en declaraciones a CNN el senador republicano por Iowa Chuck Grassely. Para el destacado miembro del Comité Judicial del Senado, «sería un suicidio que el presidente lo despidiera. Creo que cuanto menos repita el presidente sobre todo esto, mejor será. Y creo que Mueller es una persona de prestigio y respetada, y lo respeto. Dejemos que el asunto siga su curso».

Desafiante, incapaz de reprimir el disgusto y dispuesto, como tantas veces antes, a esgrimir una teórica caza de brujas en su contra, el presidente desafió las advertencias de su propio partido. «¿Por qué no acabo de despedir a Mueller?», se preguntó Trump. «Veremos qué sucede. Muchas personas han dicho que deberíamos despedirlo». En honor suyo hay que admitir que nunca pareció guiarse por los consejos más o menos tácticos de los prohombres republicanos, y rara ha sido la vez en la que tuvo que lamentar fiarse más de su instinto. Así construyó su triunfo en los negocios y así pretende seguir gobernando. Hasta que Mueller dinamite todo. O hasta que la falta de pruebas, y las elecciones legislativas en noviembre, lo ratifiquen como campeón absoluto contra todo pronóstico.