«La mejor oferta»: El falsificador descubierto

Que se lo digan a Orson Welles, que en «Fraude» se dedicó al arte abracadabrante de descubrir aquello que de auténtico hay en toda falsificación. Tornatore se anota el truco de mago y monta, en efecto, un «fake» en toda regla, un autómata de baratillo que, con hálito mecánico, imita el «giallo» más imposible, el romance gótico más grotesco y el «thriller» metadetectivesco más demencial desde la puesta en escena, craso error, del cine europeo de prestigio. Si Dario Argento homenajeaba a Escher y a De Chirico mientras orquestaba sinfonías del horror que desafiaban el poder de la lógica sin que le temblara el pulso, Tornatore se apunta a la moda de los «mindgame films» a lo Shyamalan obsesionado con que todo cuadre, y no parece entender que hacer intervenir en varias escenas a una enana rubia que recita números como una cotorra enjaulada condiciona a la fuerza el tono de su relato. Y sí, el gran problema es que se toma demasiado en serio a sí misma. La historia de amor entre un supuestamente insensible agente de subastas (Geoffrey Rush) y una supuesta agorafóbica (Sylvia Hoeks) centra buena parte del metraje, aunque Tornatore siembra pistas –un benévolo reparador de ingenios mecánicos peleándose con su novia, una cámara acorazada empapelada por retratos femeninos, la citada enana– para decirle al espectador que nada es lo que parece, y el amor menos. Hay algo enfermizo en las secuencias en las que Rush espía a su objeto de deseo, pero desde el momento en que se conocen en persona es evidente que Tornatore está jugando al despiste y está gestando una sorpresa final para la que ni siquiera él está preparado.