Historias

El Diablo Rojo de la guerra submarina

La batalla del Atlántico fue el mayor enfrentamiento naval de la Segunda Guerra Mundial, una lucha sin cuartel decisiva para la causa aliada.

Por mar y aire se resolvió este duro combate
Por mar y aire se resolvió este duro combatelarazon

La batalla del Atlántico fue el mayor enfrentamiento naval de la Segunda Guerra Mundial, una lucha sin cuartel decisiva para la causa aliada.

Al poner rostro humano a la batalla del Atlántico, la memoria colectiva ha tendido a emplear la de los miembros de las dotaciones submarinas antes que las de otros protagonistas como los marinos mercantes o los cazadores de submarinos; y al tratar de rescatar nombres propios, ninguno como los de los ases de los U-Boote. Y la imagen del carismático Erich Topp observando a través del periscopio de su Roter Teufel («Diablo Rojo»), el submarino U-552 tipo VIIC con el que realizó la mayor parte de sus patrullas, resulta una de las más reconocibles de este selecto olimpo de la guerra submarina.

Ascenso

Durante el conflicto, Topp alcanzaría el rango de Fregattenkapitän (1944) y, de hecho, su ascenso en el escalafón ya le había sacado del servicio en alta mar desde septiembre de 1942, cuando tomó –entonces como Korvettenkapitän– el mando de la 27. Ausbildungsflottille («flotilla de entrenamiento»), con base en Gotenhafen, era la encargada del adiestramiento táctico de nuevas tripulaciones mediante simulaciones de batallas de convoyes en aguas del Báltico. Posteriormente fue también responsable de redactar las instrucciones en combate para los nuevos modelos de electrosubmarino tipo XXI, de los que en el fragor de las últimas semanas de la guerra tuvo ocasión por última vez de comandar uno en primera línea: el U-2513 con el que se rindió en Horten, Noruega.

Pero, naturalmente, la leyenda de Topp se forjó más bien en alta mar, en los días dorados del incesante acoso de los lobos grises contra el tráfico mercante aliado. Tras un periodo de dos meses al mando del U-57, un submarino tipo IIC solo apto para operar próximo a la costa –hundido por una colisión con un mercante noruego–, se le asignó el Diablo Rojo, cuyas características eran apropiadas para operar en el Atlántico Norte, en el corazón del campo de batalla naval. Botado el 1 de diciembre de 1939 en los astilleros hamburgueses de Blohm & Voss, entró en servicio un año después de la mano del propio Topp. Durante sus doce patrullas a lo largo del conflicto –que totalizaban 352 días de misión–, sumó 36 buques hundidos y cuatro dañados, lo que le convertía en el tercer comandante alemán de submarinos más exitoso por tonelaje hundido.

No obstante, en la historia de la guerra no hay leyenda que no tenga su lado oscuro y la de Topp tuvo dos pasajes controvertidos. En octubre de 1941 fue responsable de hundir el primer buque de la US Navy, el USS Reuben James, cuando Estados Unidos aún no estaba oficialmente en guerra –aunque sí proporcionaba escolta a mercantes cerca de sus aguas–, lo que generó un conflicto diplomático incardinado en el propio camino de la potencia americana hacia la guerra. Igualmente, su ataque contra el carguero estadounidense SS David H. Atwater en la bahía de Chesapeak demostró la cara más implacable de la lucha en el mar cuando ordenó disparar contra el buque indefenso sin previo aviso hasta 93 proyectiles al tiempo que la tripulación era ametrallada mientras se afanaba en descender a los buques salvavidas.

Al terminar la guerra, el Diablo Rojo fue hundido por su propia tripulación antes de rendirlo. Durante todo el conflicto, el U-552 no había sufrido ninguna baja. Por su parte, Erich Topp sobreviviría a la guerra –falleció en 2005– e incluso, después de trabajar brevemente como pescador y estudiar arquitectura, regresaría en 1958 a la Armada alemana, denominada entonces Bundesmarine. Como legado, dejó unas memorias sobre la guerra a las que tituló «La odisea de un comandante de submarino».

PARA SABER MÁS

«La batalla del Atlántico»

Desperta Ferro Contemporaneal

n.º 12

68 pp.

7€

TORRES DE CABEZAS HUMANAS

Podemos tratar de imaginar la escena: cabezas humanas cercenadas y amontonadas en pilas lado a lado con piedras, cemento y otros materiales de construcción; albañiles y esclavos que, con las manos ensangrentadas, las disponen una tras otra como si de ladrillos se tratasen hasta completar una torre de decenas de metros de altitud; cientos de rostros mirando al vacío, testimonios mudos de la barbarie más abyecta que la mala fortuna les ha hecho conocer, mientras los buitres descienden desde lo alto para picar sus ojos y su rostro. No es «Juego de tronos», se trata de una torre de cabezas, uno de los métodos preferidos por los mongoles para escarmentar a una población y aterrorizar a las restantes. Hasta mil quinientas cabezas narran las fuentes que podía acoger cada una de estas construcciones. Veinte mil fueron las cabezas convertidas en material de construcción en Alepo; noventa mil en el caso de Bagdad, repartidas en ciento veinte torres; y lo mismo en Damasco, Delhi, Isfizar, así como en una larga lista de ciudades. Pero fue Isfahán, según los cronistas, la que sufrió en mayor medida cuando, al poco de ser conquistada, se sublevó y fue reprimida. En aquella ocasión, entre cien y doscientos mil habitantes perecieron, y sus cabezas pasaron a decorar un total de veintiocho torres. En Sistán, cuentan las fuentes, se llegó a erigir una torre con prisioneros vivos, aprisionados por el cemento. Aunque podemos suponer un cierto grado de exageración en las cifras, de lo que no cabe duda es de la verisimilitud de los hechos y de que los mecanismos coercitivos del Imperio de Tamerlán eran de una crueldad hoy en día inimaginable.