Política

París

¿Desde cuándo arde Notre Dame?

«Notre Dame devorada en un acto de fe, en una expiación pública, envuelta en llamas para que la humanidad pudiera llenar su insaciable afán por consumir imágenes de una tacada»

Incendio en la catedral de Notre Dame / Foto: AP
Incendio en la catedral de Notre Dame / Foto: APlarazon

«Notre Dame devorada en un acto de fe, en una expiación pública, envuelta en llamas para que la humanidad pudiera llenar su insaciable afán por consumir imágenes de una tacada»

Una vez más nos hemos quedado con la boca abierta al ver lo que nunca pensamos que podría suceder, y eso que ya estábamos curados de espanto con el fatídico 11-S. A Nueva York le cercenaron las torres de su catedral del capitalismo ante la mirada de millones de personas añadiendo a la tragedia la muerte de miles de seres humanos. Las comparaciones son odiosas y puede que ésta incluso injusta, pero con el incendio de Notre Dame nuestra generación de «homo videns» ya ha tenido su parte del pastel, su espectáculo. El incendio devoraba una de las cimas de la cultura universal llenando de humo la capital de Francia y sembrando el terror en el corazón de los europeos, que se tranquilizaron cuando supieron que las llamas se propagaron de manera fortuita y no por un acto terrorista. A la incredulidad de ver el hongo de humo sobre el Sena apareció de repente el asco cuando el público se dedicada a grabar con sus móviles. El espectáculo estaba servido y encima gratis, la cremación de una catedral gótica ante los ojos del mundo era la consumación de un edificio convertido desde hace años en puro espectáculo. Notre Dame devorada en un acto de fe, en una expiación pública, envuelta en llamas para que la humanidad pudiera llenar su insaciable afán por consumir imágenes de una tacada. Sólo faltó aplaudir al final de esta terrible y real «cremá» gótica. Notre Dame yace ahora vacía, con sólo el esqueleto de sus muros y arbotantes como si la hubiera bombardeado un Junkers en plena Segunda Guerra Mundial. No fue así, pero habría que preguntarse qué y desde cuándo arde la catedral, arde en realidad nuestra cultura. Quizás desde que hace unos años nuestros templos, museos y ruinas históricas cambiaran de dios al que adorar para entregarse al rito del dinero, nueva divinidad entronizada pero vieja compañera de las anteriores. Del Becerro de Oro a lo más absurdo de todo, el rito del «oro del Becerro». Se sabe que más de 13 millones de turistas pasan cada año por las puertas de la catedral para darse una vuelta por la girola, valga la redundancia, y salir pitando mochila en mano hasta cualquier otro punto del parque temático parisino. ¿Qué buscan esos millones de personas que entran en una catedral católica como borregos? ¿Buscan el rezo, buscan un momento de introspección espiritual, buscan el gozo estético del arte cristiano medieval, buscan hacerse una foto con el teléfono móvil? Trece millones de personas al año, si todos los andaluces hubiéramos ido en romería de un golpe todavía faltarían cinco millones más para alcanzar esa cifra. Una locura absoluta de la que no se sabe cómo salir. El turismo, la gran plaga, arrincona a la cultura hasta convertirla en una pieza más del engranaje consumista para luego tirarla cuando acaba su función. Hasta hace unas décadas, nuestras catedrales tenían un uso ilimitado, como el de esa bombilla que sigue encendida desde hace más de un siglo, pero para a ellas ahora su obsolescencia programada las derriba cuando se sale por la puerta en la fila de las hormiguitas turistas. Nuestro sistema necesita brazos, manos y ojos para continuar con su rueda diabólica, pero no cerebros que se paren a pensar el porqué de toda esta barbarie. ¿Qué sentido tiene entrar en un monumento como Notre Dame sin entender nada de lo que nos dicen ni siquiera las propias fachadas del templo?

Es famosa la anécdota de Cocteau y Dalí a las puertas del Museo del Prado. Le preguntaron al primero qué hubiera salvado en caso de incendio. El primero dijo que el fuego y el segundo, que suponía la respuesta del francés, que el aire de las Meninas sin el que no habría llamas. Vuelvan a «El pabellón de oro», de Yukio Mishima, para ver cómo el fuego «purificador» salía de las manos de un monje enamorado de la belleza del templo al que prendió como parte de su lógica existencia. ¡Tenía que arder! Macron ha sacado la «grandeur» francesa que los españoles no tenemos para avanzar que construirá una nueva catedral en cinco años, entre todos. En ese tiempo, con las ruinas y las obras, habría que reflexionar sobre la protección de nuestro patrimonio cultural e intelectual y la manera de ofrecerlo al público. David Freedberg, en su excepcional «El poder de las imágenes», explica que cuando se le mete fuego a una iglesia, ésta toma su máximo poder como icono, como espacio sagrado porque se le reconoce su verdadero sentido. Afortunadamente, Notre Dame será levantada de nuevo, pero quizás esas llamas hayan sido el mejor mensaje de la cultura europea, su última llamada de auxilio ante la incuria que nos ahoga. Notre Dame en llamas, Europa calcinada.