Literatura

Andalucía

«Diligencias»: la cotidianidad inédita

Trapiello publica el tomo número 22 de su «Salón de Pasos Perdidos» transmitiendo el mismo fervor por el día a día

Andrés Trapiello/ Foto: Manuel Olmedo
Andrés Trapiello/ Foto: Manuel Olmedolarazon

Trapiello publica el tomo número 22 de su «Salón de Pasos Perdidos» transmitiendo el mismo fervor por el día a día

La repetición de un hecho a diario lo convierte en cotidiano y cotidianidad es lo que desprenden los diarios de Andrés Trapiello, relato pormenorizado de 22 años de su vida, que es la de todos porque uno se siente implicado en los hechos sencillos que describe. «Cuánto amor puede llegársele a tener a un billete de metro olvidado en nuestra cartera, a cierta humedad del techo, a una baldosa rota de la casa paterna de nuestra infancia», escribe.

«Diligencias», publicado ahora, una década después, nos devuelve al año 2008, con las mismas mimbres que los capítulos anteriores. Trapiello, hombre de costumbres –quién no–transita por escenarios reconocibles como el Rastro, el trabajo o los quehaceres hogareños y salta sin aviso de la poética profunda al disparo certero, si se cruza con determinados habitantes del mundo de las letras. «La verdad es que hace uno mal denostando la vida literaria porque en una sola tarde puede uno acabar con un tiro en la pierna o en la Academia», dice con sorna. En esos dos extremos reside el encanto de sus diarios, que cierra y empieza cada año en su casa de Las Viñas, en Extremadura.

El «Salón de pasos perdidos» –como se denomina esta ingente empresa literaria– era una habitación por la que había que pasar para acceder a otras estancias de los palacios. En ese lugar el autor sitúa la «novela en marcha» que lleva publicando treinta años, en un homenaje a su admirado Galdós, quien inmortalizara en Fortunata y Jacinta la frase que antecede a todos los tomos: «Por doquiera que el hombre vaya lleva consigo su novela». Como en la vida, Trapiello hace concesiones al humor y se permite plasmar sus pensamientos sin filtros, una sinceridad que ha provocado que quienes se cruzan en su camino teman salir mal retratados en ajustes de cuentas postreros. Y, con razón, porque tiene munición para todos, aparezcan por sus siglas o escondidos tras una anónima X. A los críticos literarios les dedica lo siguiente: «A uno suele sucederle que mientras se dedican a destrozar el libro que acaba de publicar se deshacen en elogios del anterior, ya saldado y descatalogado», comparando la situación con los juicios que debía aguantar Unamuno sobre su obra, si saltaba del ensayo a la poesía. «Cada nuevo libro –dispara– servía para atacar el anterior».

Todo lo que emociona lo presta a quien se acerca a sus diarios, como invitados a un lugar íntimo nunca compartido y ningún momento, por grave que sea, escapa del concienzudo relato. Asistimos a la muerte de algunos buenos amigos y a la caída en coma de una sobrina, sintiéndonos parte de las pequeñas tragedias. La relación con los hijos, plantados en la edad adulta, y los días compartidos con su madre, de visita en casa, pasean por muchas páginas. A ella dedica sus pasajes más tiernos: «Paseando por el olivar, se arrancó con una copla: ''para las cuestas arriba / quiero mi burro, / que las cuestas abajo/ yo me las subo''. No fue la anciana quien la cantó, sino la niña que fue». La figura del padre, afiliado falangista y ya fallecido, se intuye más cercana en la memoria que en la vida material.

Las quinientas páginas están salpicadas de la actualidad de entonces y permite conocer la intrahistoria de episodios diversos, como la apertura de la fosa común de Izagre, en León, meses después de aprobar el Gobierno la Ley de Memoria Histórica, que permitiría por primera vez a los españoles emprender la búsqueda de sus familiares asesinados durante la Guerra Civil o en los años de la dictadura.

La continuidad de los días se interrumpe con pensamientos o aforismos que intercala, como de manera natural nos asaltan ocurrencias a lo largo de la jornada: «Lo que se oye en una caracola son los despojos del mar» o «hay que procurar que las restas sumen». Figuran las lecturas en las que está enfrascado, por deseo o por trabajo, y siempre se transparenta su predilección por Juan Ramón o su admirado amigo Ramón Gaya.

La mayor virtud es que dibuja sin embellecer, ni a él ni a los suyos, manteniendo una cohorte de fieles que aguardan cada año la crónica de esa cotidianidad inédita pasada por el filtro de su aguda mirada.