Historias
Las Casas del Pecado Mortal de Madrid para las “embarazadas de ilegítimo concepto”
“Para que no se empañe la heráldica familiar”. Ese bien pudiera ser el sentido de unos “refugios” que albergaban a las mujeres solteras gestantes de la Villa y Corte
Instituciones que eran “normales” a comienzos del siglo XVII hoy en día serían impensables. El concepto del pecado, la culpa, la conmiseración, el orgullo o el arrepentimiento ha cambiado con el paso de los tiempos. Y mucho. En ese saco de la historia podríamos encontrar, en pleno Madrid, un edificio conocido como “Casa del Pecado Mortal”, que no era más que un pequeño hospital encubierto, situado en la desaparecida calle del Rosal, en lo que hoy sería la Gran Vía. En él, las mujeres solteras acudían a dar a luz en secreto. He aquí el sentido de todo. Quienes aquí ingresaban llevaban una vida de clausura y un velo que tapaba su rostro durante todo su embarazo, para evitar ser reconocidas. Obviamente, el concepto de pecado y vergüenza, más la presión social y religiosa, hacían el resto. Hay que apuntar que Casas del Pecado Mortal no existía solo una. Una alta natalidad y el desprecio a las jóvenes que se quedaban encinta en esa época facilitó la creación de otros tantos albergues: en las calles del Barco y Madera alta, dedicadas al mismo fin y conocidas con idéntico nombre por los vecinos.
En su origen, la Casa del Pecado Mortal, antes de ser conocida por tal apelativo, había sido propiedad de la condesa de Torrejón –también marquesa de Villagarcía- quien, en escritura con fecha del 14 de julio de 1794, había dejado en herencia todos sus bienes a la Real Hermandad de Nuestra Señora de la Esperanza y Santo Zelo de la Salvación de las Almas, institución fundada en el año 1733 con la finalidad, entre otras cosas, de acoger y asistir sigilosamente a mujeres embarazadas de ilegítimo concepto. Desde Felipe V todos los reyes españoles fueron presidentes de esta Hermandad. Previo examen de sus memoriales las mujeres podían ser admitidas o no por la Hermandad. Aquellas que ingresaban eran denominadas recoletas y se les destinaba a una habitación con una cama, en cuyo cabecero encontraban tupido velo y una tarjeta con un nombre ficticio que debían utilizar durante todo el tiempo de permanencia en la casa, guardando así el más riguroso incógnito. Tenían derecho a recibir la visita de sus familiares, sólo en los días señalados, y a entrevistarse con ellos a través de una tupida celosía. El secretismo y el misterio acompañaban y adornaban el “pecado” de esas mujeres.
Un espacio escenográfico en el que nada se dejaba a la casualidad. Mantener el anonimato era clave. Las ventanas de sus cuatro alturas tenían los cristales pintados y estaban protegidas por celosías y persianas que nunca se abrían, incluso en su patio interior, para salvaguardar la identidad de las mujeres que allí vivían. En la parte izquierda de la fachada, bajo un ventanuco, había una pequeña ranura a modo de buzón donde se depositaban los memoriales o instancias de las mujeres embarazadas que debían ingresar en la institución, “para que no se empañe la heráldica familiar”. Esto, claramente, era lo más importante.
La Casa estaba gobernada por una rectora, mujer de cierta edad, soltera o viuda, que era secundada por un celador: único en conocer el nombre real de “las ingresadas”, siendo además el encargado de inscribir al fruto del pecado en el registro civil y de, si la madre lo consentía, entregarlo a la Inclusa.
Como todo en esta vida, la clase social o los posibles de algunas de aquellas desgraciadas les hacía llevar una existencia “un poco mejor” que la de otras. Las “recoletas ricas”, en tiempos más modernos, ya en el siglo XIX, podían ingresar en la casa abonando la cantidad de tres pesetas diarias, en concepto de donativo para la Hermandad, y tenían derecho a una habitación individual. Las mujeres embarazadas pobres eran tratadas de otra manera: no ocultaban su rostro, dormían en habitaciones compartidas e ingresaban en la institución, siempre que hubiese plazas disponibles para ellas, con el requisito de servir a las más adineradas. En el año 1918 la cuota de estancia de una recoleta rica en la Casa ascendía a seis pesetas diarias, lo que daba derecho a estar acompañada por otra embarazada pobre, destinada a su servicio. Está visto que siempre ha habido clases. Incluso en el infierno social.
Por aquello de que los tiempos adelantan que es una barbaridad, en el mes de mayo de 1926, el Ayuntamiento de Madrid procedió a la expropiación de la Casa del Pecado Mortal de la calle del Rosal, para dar paso al tercer y último tramo de la Gran Vía, abonando la cantidad de 113.794 pesetas. El uso de los “servicios” de esta casa estaba a la baja. Por entonces, no es que la sociedad española hubiese avanzado especialmente, si acaso, los embarazos fuera del matrimonio se abordaban desde otras valoraciones, familiares y sociales, y el grupo perdía protagonismo y capacidad coercitiva. La sociedad española estaba obviamente en otra cosa que ya no era salvaguardar aquella «heráldica dañada» de otrora.
✕
Accede a tu cuenta para comentar