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Gastronomía

EMi, la cocina y el diseño como bagaje

Doce privilegiados frente al cocinero comprueban que la armonía íntima puede sostener un restaurante entero

EMi, la cocina y el diseño como bagaje cedida

La identidad de un cocinero, como la de cualquier ser humano, se construye a veces a jirones, otras a golpes de vida que no siempre se anuncian, y nunca como una voluntad rectilínea de ir de un punto a otro sin mancharse. Las marcas del camino se clavan en la memoria como brasas que no se apagan. En el caso de Rubén Hernández Mosquera, extremeño de cepa, ese rastro está hecho de viajes, de cocinas nórdicas y coreanas, de lecturas francesas que afinan la técnica, la mirada y la voz propia. Hay obsesiones claras, como el reino vegetal, lo micológico y una devoción por los fondos que revelan al elaborador profundo que es. Su cocina es gustosa, lo demás son cuentos chinos y platos de medio pelo, que en otros sitios se abusa del relato. Aquí, en EMI, hay viaje, hay experiencias, y hay una biografía que construye arquitectónicamente el gusto. Sensaciones que se afincan en el guiso, en la memoria, en la coherencia. Nada de ocurrencias gratuitas ni agitación para la galería. Lo suyo desborda conocimiento y hondura. Y si para la complicidad se elige a un auténtico maestro de la copa, el hedonismo se sublima.

La apertura de EMI, su nueva casa para doce privilegiados que toman escaño frente al cocinero y su cuadrilla, es la prueba de que la armonía íntima puede sostener un restaurante entero. La sala tiene el mismo equilibrio, la misma belleza cercana, hecha para mayor felicidad de los madrileños y para gloria de la cocina nacional. Porque aquí hay grandeza.

Rubén inicia su liturgia con un arranque de mareas y bosque: kelp, tofu ahumado y anguila. Le sigue un gim bugak con arroz, nori y gambitas que saluda al Oriente desde un acento propio. El venado con mostaza coreana y lentejuela es geografía emocional. Tupinambo con salvia como un susurro. Escabeche de mejillón con caviar, atún y tomate que demuestra que la tradición no necesita pedir perdón. Pez limón con uvas de mar, pera nashi y tosazu en equilibrio de alfarero. Y el abalón con caviar de caracol y queso extremeño que funciona porque está construido desde la verdad.

El aebleskiver con guiso de jabalí y setas es pura alegría. El foie con pato, setas, gochu garu y bogavante navega con brío. El besugo con kimchi blanco, calamar y panceta ibérica firma un mestizaje serio. El ciervo con colinabo encurtido y curry de bogavante es territorio Rubén. Makgeolli con pino y manzana refresca antes del golpe micológico: boletus con caramelo de algas, macha y nueces. El stroopwafel de miso sonríe desde la dulzura. Luego kelp con crema pastelera y gel de setas, bosque confitado. Azafrán y albaricoque como caricia final. Y el cierre de chocolate con ajo negro y sésamo, una despedida que se queda a vivir en el paladar.

En la bodega manda Miguel Ángel Millán, sumiller de grandes casas y sabio de silencios largos. No marida: interpreta. Coloca cada vino como quien ajusta el compás de una guitarra flamenca. Destacan Billecart Salmon Le Reserve Brut, Krug 2000, Jacques Lassaigne 2015, Marguet Sapience 2015, Amontillado 1975 de González Byass, el Manyes 2021, los junmai de Noguchi Naohito, un Vin Jaune 1986, Barolo Riserva 1993, el vendange tardive 1971 de Beyer, el Chablis de Dauvissat o Leoville Poyferré 2005.