Sección patrocinada por sección patrocinada

verde

El poder de la luz para activar el cerebro

La optogenética promete nuevos tratamientos para enfermedades neurológicas usando haces de luz y ADN de algas. Entre las posibilidades que abre también está modificar la conducta humana o «hablar» con las plantas

El cerebro cuenta con unos 86 millones de neuronas
El cerebro cuenta con unos 86 millones de neuronasDreamstime

¿Podríamos conseguir cultivos más fuertes y sanos «hablando» con las plantas? Pues parece que es posible a tenor de un estudio publicado por un equipo de la Universidad de Cambridge. Los investigadores describen en la revista Plos Biology el funcionamiento de una herramienta llamada Highlighter que podría servir para comunicarse con las plantas y avisar a los cultivos frente a la llegada de plagas o de olas de calor y heladas. De esta forma, se podría animar a los vegetales a activar por adelantado sus sistemas de defensa natural. ¿Cómo lo han hecho? A través de la luz. En su experimento, basado en optogenética, consiguieron activar en plantas de tabaco un proceso biológico específico, en este caso su sistema inmunológico, provocando la misma respuesta que habría tenido de forma natural esta especie ante la llegada de un parásito.

El control de los cultivos es la última promesa de la optogenética, una técnica que consiste en aplicar luz para influir en la respuesta natural de los organismos. Los neurocientíficos Edward Boyden del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), Karl Deisseroth de la Universidad de Stanford y Gero Miesenböck de la Universidad de Oxford descubrieron en 2005 que la luz podía ayudarles a conocer el funcionamiento del cerebro y modificarlo. «Todavía se considera experimental, a pesar de los años que han pasado, y combina dos tecnologías que ya se usaban. Por una parte, la manipulación genética y, por otra, el empleo de la luz», describe Antonio Garrido, doctor y profesor de Biociencias de la Universidad Europea de Valencia.

¿Cómo funciona?

Esta técnica implica inyectar en un grupo específico de neuronas un virus inocuo que contiene proteínas fotorreceptoras llamadas opsinas. Estas se descubrieron por primera vez en el ADN de las algas, aunque otros microorganismos también las contienen. Cada una de estas proteínas responde a una longitud de onda: luz azul, naranja, etc. Las proteínas actúan en el cerebro como interruptores (como si fueran el botón de la radio o de la tele) y encienden o apagan las neuronas donde han sido inoculadas en función de la luz a la que se sometan (la luz es como la señal de radio o de televisión). «La optogenética ha cambiado algunas preguntas sobre el funcionamiento del cerebro, porque permite poner interruptores en tipos de neuronas concretas y ver con detalle qué sucede en el cerebro o tratar enfermedades actuando solo en las neuronas implicadas en la patología. El cerebro es un órgano complejo (86.000 millones de neuronas), donde cada neurona sirve para una cosa, y las hay que activan otras o las inhiben. Con los tratamientos y técnicas basadas en electricidad o en fármacos no se sabe en concreto qué neuronas se activan. Yo siempre pongo este ejemplo a mis alumnos. Es como si a un extraterrestre le pones ante los pedales de un coche. Si aprieta ambos a la vez puede concluir que los pedales sirven para emitir ruido, pero no sabrá que si aprietan solo uno consigue frenar y si aprieta el otro mueve el coche hacia delante. La optogenética permite ese nivel de detalle», describe Albert Quintana, investigador del departamento de Neurociencias de la Universidad Autónoma de Barcelona.

Desde el descubrimiento en 2005 ha habido decenas de experimentos para comprobar el enorme potencial que tiene el encendido y apagado de grupos de neuronas en el tratamiento de enfermedades como el parkinson, el alzhéimer, el de adicciones, depresión, ansiedad, problemas relacionados con la vista o con el corazón e incontinencia urinaria, entre otros. «Puede aliviar muchos síntomas del parkinson, una enfermedad que se produce por la degradación de unas neuronas que se encuentran en una zona específica del cerebro y que con el desarrollo de esta patología se invierten haciendo que se pierda el control sobre el movimiento Esta técnica se ha probado con éxito tanto en ratones como en primates. También se ha probado para tratar la epilepsia; en teoría en esta enfermedad hay una sobreestimulación de las neuronas piramidales. Se ha usado opsinas también en roedores y primates», detalla Antonio Garrido, doctor y profesor de Biociencias de la Universidad Europea de Valencia.

El 99% de los experimentos llevados a cabo tienen como protagonistas moscas de la fruta, roedores, primates no humanos, y vemos que ahora incluso plantas. Sin embargo, en 2021 llegó el primer test en humanos. Se inoculó a un paciente un virus en el globo ocular concretamente en las células ganglionares para convertirlas en células fotorreceptoras. Cuando la luz entra en el ojo, es capturada por las llamadas células fotorreceptoras. Los fotorreceptores luego envían una señal eléctrica a sus vecinos, las células ganglionares, que pueden identificar características importantes como el movimiento. Estas después envían sus propias señales al nervio óptico, que, finalmente enviará la información al cerebro. «El paciente, a través de unas gafas especiales de color naranja, consiguió con cierto tiempo distinguir bultos y formas. Ese color naranja de las gafas activaban las opsinas inoculadas», continúa Garrido.

Modificar la conducta

En 2014 un equipo del MIT liderado por el médico japonés Susumu Tonegawa logró cambiar los recuerdos almacenados en la memoria de los ratones con los que experimentaban. Así, un mal recuerdo se transformó en una experiencia placentera a base de la exposición de estos roedores a haces luminosos. Se comprobó que, si se le activa un recuerdo bonito, un ratón era capaz de quedarse en el lugar del que antes huía. «La posibilidad de usar la optogenética para tratar adicciones, controlar la agresividad o para tratar depresión y ansiedad es muy interesante, porque los tratamientos actuales basados en fármacos tienen muchos efectos secundarios al incidir en varias partes a la vez», advierte Quintana, investigador del departamento de Neurociencias de la Universidad Autónoma de Barcelona.

Otro experimento más polémico se realizó en 2019 en la Universidad de Stanford. Un grupo de investigadores hicieron creer a los ratones que estaban viendo imágenes que no existían. Es decir, les crearon alucinaciones. «Se les entrenó para ver barras verticales y horizontales. Cuando las veían verticales, tenían que beber. Llegado un momento del experimento, las imágenes de barras verticales se quitaron y se estimularon las mismas neuronas que se activaban cuando los ratones veían estas barras y el efecto fue el mismo: bebían agua. Lo interesante es, además, que se activan muy pocas neuronas, sólo 20 estaban implicadas en este proceso. Se han conseguido, además, alucinaciones olfativas e incluso de sonido», decía José Manuel Muñoz, investigador del área de psicología de la universidad Europea de Valencia en una conocida retransmisión televisiva. El investigador también hacía referencia a la posibilidad de modificar el comportamiento y convertir a los ratones en agresivos depredadores de grillos con solo someterlos a un haz de luz y a pesar de que estos insectos no forman parte de su dieta habitual.

Dudas sobre aplicación en humanos

Las posibilidades que abre la optogenética de controlar la conducta humana plantea algunas dudas de carácter ético. «No hay que olvidar que es necesario inocular un virus, que tiene que estar inactivo para que no se desarrolle ninguna enfermedad, y que se trata de insertar en el cuerpo humano genoma de otro organismo. Además, no sabemos qué problemas puede tener a largo plazo implantar un sistema de fibra óptica en el cerebro. El uso de luz aumenta la temperatura del tejido y esto puede tener consecuencias a largo plazo, aunque es cierto que están apareciendo dispositivos inalámbricos que evitarían tener que hacer cirugías tan grandes. A nivel regulatorio, primero se tiene que garantizar la seguridad de los pacientes y a menos que sea para enfermedades graves, los procesos para pasar a aplicaciones clínicas son muy largos. En menos de diez años sería sorprendente ver desarrollos, matiza Garrido.