Opinión

Una tarde cualquiera

Fui a echar la tarde en la casa de Eslava Galán. Frente a su balcón, se ve la noble fachada de un viejo indiano, blasonada con azulejos de mercaderías y especies. Juan Eslava Galán es un hombre de rastros y mercados de pulgas. Tanto que, hace unos años, el Alcázar de Sevilla se deshizo de mobiliario no catalogado y él mandó una furgoneta para recoger descartes. Hoy, el museo de Arjona, su pueblo, tiene uno de los sillones en los que puso el culo Lawrence de Arabia. Eslava cuenta que ha rastreado desde niño, desde que su padre compró un cine en su pueblo, el célebre Risán (marca comercial al que le saltaban las costuras tratando de esconder el nombre de su propietario, Ricardo Sánchez) y le puso Cine Eslava. Tras la compra del local se dedicó al intercambio de programas de mano, cartelería y afiches. Tienen muchos de sus libros un gusto por el scrap, por el recorte, por la hoja volandera y el documento de época labrado en miniatura. Para el dedicado a la lujuria, uno de los siete consagrados a los pecados capitales, le referí el anuncio publicado en un periódico que promocionaba un prostíbulo con la retransmisión en pantalla de un Real Madrid-Barcelona: la primera consumición estaba bonificada por la casa. La tarde con Eslava resultó como aquella ráfaga de Alcántara: «No pensar nunca en la muerte/ y dejar irse las tardes/ mirando como atardece». Hace años, atravesando carreteras de Jaén, Eslava iba describiendo las clases de olivos y hablando de los romanos. Las viejas aceitunas, los viejos romanos, la tierra perenne. Conversaciones de cuando se mira como atardece.