Opinión

El sablazo

El engaño alcanza un efecto sedante cuando el engañado disfruta su suerte y se desmontera ante el timador. «El Sable. Arte y modos de sablear» (Editorial Renacimiento) devuelve a la bohemia criminal a Pedro Luis de Gálvez, su autor, dedicado a culminar una vida desastrosa como obra más destacada (seminarista, presidiario, alucinado, poeta recitado por Borges y anarquista a la carrera con plomo en el pecho). El libro hay que leerlo y sentirse honrosamente engañado. Ante tan enciclopédico y vetusto título pareciera garantizarse la enseñanza de la gallofa madrileña de principios del XX. Y siendo el sablear una disciplina imperecedera, si el título fuera cierto, bien que se podría disfrutar hoy de sus técnicas y conocimientos. Pero no. Gálvez da unos cuantos consejos, se alaba su fama recalcando que ante su fabulosa puntería otros se hacen pasar por él y exhibe recursos para operar ante ilustres («A Cambó, pedir en español; a Romanones con una (pistola) star»). Luego completa el cuadro con unas anécdotas, entre lo pintoresco y lo dramático, que en esa frontera se confunde todo; unos aforismos («Pedir es trabajar y el obrero debe pedir su salario») y unos cuantos poemas fabulosamente fuera de lugar. Con «El Sable», Gálvez se ve obligado al timo por cumplir con su sacralizada condición de sablista. Coherentemente, en la página 177, comienza a escribir en escalera un supuesto diálogo con su editor: «¿Hemos llegado a las 200 páginas?», a lo que éste contesta suspirando: «Todavía no». Y alcanza su compromiso escribiendo quince palabras en un lote de cuartillas casi inmaculadas. Magistral. Todavía alguien se pregunta quién es el sableado.