Opinión
A imagen y semejanza
No me extraña que un grupo de cristianos americanos se imaginen a Dios joven, guapo, amoroso y cercano en lugar del viejo con barba que describieron los pintores de otras épocas. Quizá, los encuestados, al dotarle de juventud, belleza y atemporalidad, hayan querido expresar cualidades internas. Para muchos americanos juventud no es igual a «carencia de sabiduría» puesto que ésta es patrimonio de la psique-alma y no de la mente. En el contexto de la espiritualidad, juventud es sinónimo de «eternidad». Tendemos a pensar que la alegría, la empatía... son factibles cuando uno es joven y las vicisitudes de la vida aún no le han arrebatado la jovialidad y la confianza en el prójimo.
Según el profesor Kurt Gray, autor principal del estudio, imaginarse a Dios a semejanza de uno mismo es algo egocéntrico. Empero, todos tendemos a sentirnos más próximos a alguien que nos refleja. Lo cual no significa que, alguien anciano, no sea susceptible de ser visto como alguien atractivo, cercano o amoroso. En verdad, no es la variable edad sino las características internas lo que nos aleja o aproxima. Tendemos a reconocer y alabar en otros los atributos que aceptamos en nosotros –lo contrario también es cierto–. Hace años leí un libro titulado «El Dios en quien no creo», escrito por un sacerdote español. Me impactó gratamente el descubrir que Dios estaba lejos de ser punitivo, frío, distante, rígido. Desde entonces, me lo imagino como a un ángel –luminoso, risueño, alegre, gentil–, y con un rostro atemporal que podría ser tanto de mujer como de hombre –el alma carece de género–. Ahora bien, seguro que Dios tiene tantos rostros como humanos hay en la Tierra puesto que cada cual, en la intimidad de su alma, le adapta a sus necesidades.
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