Opinión

Las miradas

Me fijaba en las miradas serias de las gentes de armas –Ejércitos, Armada y Guardia Civil– que el pasado sábado participaban en Sevilla el Día de las Fuerzas Armadas. Conocía a muchos de ellos; sabía que estaban hechos al fuego lento del esfuerzo y el sacrificio – ETA, Bosnia, Kosovo, Kurdistán, Irak, Afganistán– aireado por vaivenes gubernamentales, «no a la guerra», cesiones a una banda criminal y políticas de extraños y vergonzantes pactos, en los que la esencia de España se trapicheaba a conveniencia partidista. Son gentes que han accedido en dura selección a puestos de responsabilidad sometida generalmente a fecha de caducidad, lo que les imprime un indiscutible toque de humildad. Juraron o prometieron servir a España sin condiciones y han sido y son consecuentes, asumiendo más obligaciones que derechos, algo que da a su mando vocación de servicio, como suele recordarles nuestro Rey que presidía el acto.

Por otra parte, miro a los ojos de una clase política –¿a qué viene tanta sonrisa en estado de emergencia constitucional?– que tras dos densas campañas electorales, nos somete ahora a otra incierta prueba, buscando pactos, negociaciones o presiones que rozan el chantaje. Todo con tal de tocar poder. No me consuela la frase que rezan los senadores norteamericanos al iniciar sus períodos de sesiones: «Padre en el cielo, con gratitud infinita te alabamos por el sistema político que hemos heredado de nuestros antepasados: es lento, tedioso, ineficaz, acaba con nuestra paciencia, nos destroza los nervios, nos irrita; pero no lo cambiaríamos por otro». Hablo de un pueblo que pone a Dios en su propia moneda, como los Comunes y Lores ingleses juran – «por Dios todopoderoso»– o prometen – «declaro y afirmo de manera solemne sincera y verdadera»– su fidelidad y lealtad a la Reina. ¡Igual que el triste espectáculo de promesas y juramentos de alguno de nuestros Diputados y Senadores merecedores de la expresión «pestífero lamedal» que usó Valle Inclán en otros tiempos. En el Reino Unido los considerarían como fallecidos (Parliamentary Oaths Act 1866). En Alemania (Artº 21.2 de su Carta Fundamental) «los partidos que por sus fines o por el comportamiento de sus adherentes, tienden a desvirtuar o eliminar el régimen fundamental de libertad y democracia o a poner en peligro la propia existencia de la República, son inconstitucionales».

Echo de menos en la mirada de nuestra clase dirigente la voluntad firme de asumir obligaciones pensando más en el bien general que en el bien de su formación política. A día de hoy, salvo algún que otro Abel Caballero, no todos los inicialmente elegidos por los votos, tienen seguro el puesto. El ovillo de pactos, promesas y cesiones se deshace desde arriba, a conveniencia del partido de turno. Las cúpulas imponen a cambio de propias investiduras, renuncias, monedas de cambio en niveles locales, sin importar demasiado cuales han sido las preferencias de los votantes.

Por esto hay quien reclama una segunda vuelta especialmente en elecciones municipales, en base al doble carácter de las mismas que no solo buscan la representatividad sino también la gobernabilidad. La doble vuelta permite al elector decidir en dos tiempos: quizás con el corazón en la primera, con la cabeza en la segunda. Porque no deja de ser un contrasentido que las listas más votadas en muchos entes locales, sistemáticamente se sientan perdedoras conociendo los pactos previstos entre fuerzas opositoras, aunque no necesariamente mayoritarias en las urnas.

Me apoyo en Maurice Duverger, uno de los ideólogos de las segundas vueltas que se realizan en Francia y en otros 43 países. Sus críticos alegan que el método favorece al centro y perjudica a los extremos. Pues bien: convendría indagar –desde luego no desde el actual CIS– si el electorado prefiere una cosa u otra, si hoy preferiría una «grosse koalition» a la alemana o una suma de dispersos intereses. Apelar a Duverger es para mí un sedante. Siempre me ha llamado la atención su vocabulario castrense: «limitación del combate», «estrategias políticas», «concentración o dispersión de las armas», «lucha abierta o lucha encarnizada». Ya desde el primer capítulo de su obra más conocida (1) señala que «los hombres han oscilado entre dos interpretaciones diametralmente opuestas». Para unos la política es esencialmente lucha, combate. El poder permite a los individuos y grupos que lo detentan asegurar su dominación sobre la sociedad y obtener provecho de tal situación. Para otros la política es un esfuerzo por hacer reinar el orden y la justicia; de este modo el poder asegura el interés general y el bien común, contra la presión de las reivindicaciones particulares.

Imagino lo que nos diría hoy Duverger: «Es una pena; pero no conseguirás que tus soldados y muchos de tus políticos miren de la misma forma».

(1) «Sociología Política». Demos/Ariel.1972.