Opinión
Arbitrar y moderar
Doy por seguro que nadie les dijo a nuestros Reyes que su misión constitucional de «arbitrar y moderar» era fácil. Bastaba estudiar nuestra historia y ahondar un poco en el alma del pueblo español para comprenderlo. Pero tenían claro un amplio sentido de responsabilidad histórica.
Me sumo a la valoración positiva de los cinco años de Felipe VI, pero hoy quiero detenerme en la figura de su padre, el Rey Juan Carlos, y valorar su legado, que en algunos aspectos recorrí en paralelo. Yo juraba Bandera en 1959 en la Academia General Militar de Zaragoza el mismo día en que el recibía el despacho de Teniente de Infantería. Y terminaría mi carrera, también cerca de él, un día de San Juan de 2004. Entonces comprendí y valoré lo profundo de sus convicciones y responsabilidades. Los despachos como Jefes de Estado Mayor con el Rey oscilaban entre la consideración como «Mando supremo de las Fuerzas Armadas» (Artº 63 de la Constitución) hasta la programación de actividades, sin descartar comentarios de muy variados temas. Sabía –siempre se sintió bien entre uniformados– que trataba con personas leales. Con sus compañeros de la XIV Promoción existía un verdadero lazo de unión. Gonzalo Rodríguez de Austria, su número uno, fue siempre leal asesor, entrañable y discreto amigo. El Rey nunca dejó de arroparnos en los momentos tristes, que los hubo: primero con el ensañamiento de ETA, después en las misiones internacionales.
Respetuoso con los mandos de los Ejércitos y la Armada, intentaba evitar que sus nombramientos y ceses estuviesen ligados a vaivenes políticos. Cedió en 2004, ante la presión del ministro de turno, consecuente con lo que reza la Constitución: «corresponde al Gobierno», es decir en lenguaje corriente consciente de que reinaba pero no gobernaba. En sus genes, las experiencias de Alfonso XIII.
Podría detenerme en muchos hechos que hablan de su carácter y compromiso. Lo hago con uno sencillo, pero significativo: año 1998; Pascua Militar en Mostar coincidiendo con su 60 cumpleaños. Quiere celebrarlo con parte de los 46.000 españoles que en 18 años pasaron por Bosnia. Mandaba la Brigada de Montaña el general Tomé que preparó un emotivo acto en la Plaza de España, haciendo coincidir por primera vez a los alcaldes de las dos zonas de Mostar que separaba el rio Neretva. No solo habían destruido el histórico puente de Stari Most. Es que se mataban entre ellos.
En la amplia plaza se habían distribuido en dos filas enfrentadas y distantes los responsables musulmanes de los cristianos. Tras llegar nuestro Rey, bien por un medido despiste o bien por su innato don de gentes, cogió del brazo a unos y a otros, mezclados, dirigiéndose al monolito que recuerda el generoso sacrificio de muchos españoles que nada tenían que ver con aquella guerra, más que el compromiso de llevarles la paz.
Indiscutiblemente el gesto quedó para la historia y facilitó la reconciliación. (1). Sigo pensando hoy: ¿de cuántas experiencias proceden gestos como este?; ¿cómo no vamos a comprender estas guerras cuando somos ejemplo de luchas cainitas como las tres Carlistas del XIX o la del 36 en el XX?
Pero tras la imagen responsable de la persona que encarna la que han querido llamar «república coronada» y de su enorme trabajo «con prudencia, habilidad y diplomacia por sentido de servir a España», como señalaba recientemente el editorial de LA RAZÓN, hay un ser humano. Cínicos, incluso envidiosos, le hemos exigido virtudes sacrosantas en su vida privada. Y como todo ser humano ha tenido momentos de euforia y de desencanto, accidentes, decepciones, buenos y malos amigos, pasiones. No seré yo quien tire la primera piedra. Y creo hay pocos españoles que puedan hacerlo, cuando valoro enormemente una palabra suya: perdón. Creo que nunca el ser humano es tan grande como cuando reconoce sus errores. Y no es frecuente entre nuestra clase dirigente pedir perdón. Yo miraba ayer a los antiguos cuatro Presidentes del Gobierno arropando a Felipe VI y me preguntaba: ¿alguno de ellos lo ha hecho por las traidoras y vergonzantes cesiones a ETA, por los GAL, por la corrupción en sus partidos y baronías, por la ruina económica a la que nos arrastraron?
Me sumo con respeto al homenaje que merece el Rey Juan Carlos –con quien adoso como pieza clave a la Reina Sofía– el hombre que aprendió en el exilio la dureza del compromiso, asumiendo incluso diferentes puntos de vista familiares, para convertirse en correa transmisora entre el tardofranquismo y la democracia que irremisiblemente debía llegar. Y tras el largo y complejo discurrir, supo dejarnos en buena herencia a Felipe VI imbuido del mismo espíritu de servicio a España.
Como le deseaba recientemente Carlos Herrera: ¡Larga vida!
(1) Regresaría especialmente invitado por las reconciliadas autoridades en 2012.
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