Opinión

Dos caras de la moneda

Etarras tan significativos como «Garratz» y «Baldo» presidieron el pasado domingo 28 en Oñate junto a unas 300 personas el homenaje al miembro de la banda Javier Ugarte, uno de los secuestradores de José Antonio Ortega Lara. Se repetía lo hecho con el ex número dos de ETA «Baldo» en Hernani el sábado anterior. Blindados por la impunidad, enseñoreados de la calle, lanzaron cohetes, bengalas, gritos a favor de los presos etarras y se insultó a medios de comunicación no afines. Recién salido de la cárcel de Topas (Salamanca) había cumplido Ugarte 22 años de los 177 con que fue condenado en junio de 1998 por los delitos de «secuestro terrorista y asesinato alevoso en grado de conspiración» al que se sumaron condenas por otras acciones criminales cometidas contra Guardias Civiles. Había sido detenido el 1 de julio de 1997, tras la delación de Jesús María Uribechevarría Bolinaga. Este había confesado ante el juez todo el mecanismo de aquel secuestro perpetrado el 17 de enero de 1996, que pudo costarle la vida a Ortega Lara tras 532 días de criminal encierro en condiciones inhumanas. Eran claramente conscientes los asesinos de que no superaría aquel suplicio. De esta calaña están hechos. Por supuesto Bildu ha justificado los homenajes, una veintena a miembros de ETA en lo que va de año, pidiendo «asumirlos con normalidad». Su normalidad. Podría entenderse la reacción de familia y amigos si se mantuviese en los límites de lo privado; difícil de asumir la ostentación pública, la vanagloria, el intentar tergiversar años de dolor que esta generación de etarras asesinos provocó y que pudieron llevarnos al abismo. Un mínimo sentido de la vergüenza debería aconsejarles ampararse en el silencio y no en la soberbia. Por supuesto cuentan como siempre con la complaciente mirada de parte de la sociedad vasca, secuestrada también desde hace décadas. Guardan las nueces a buen recaudo. Dándose golpes de pecho en sus misas dominicales, dejaron que fuesen otros quienes se manchasen las manos de sangre, mientras ellos lavaban con razones políticas las de su conciencia. Y siguen igual, pactando a babor y estribor chantajeando al Estado desde Felipe González hasta hoy; vendiendo caros un puñado de votos, ahora apoyando unos Presupuestos Generales del Estado con el PP, ahora votando su censura y caída. ¡Son los verdaderos responsables! ¡No los engañados de los cohetes y bengalas de Oñate y Hernani!

En la otra cara de la moneda, anteayer 30 de julio se conmemoraban diez años del asesinato de dos guardias civiles en mi cercana Palma de Mallorca. El último atentado de ETA en España segó la vida de Diego Salvá y de Carlos Sáez de Tejada. Y son las declaraciones de Montse Lezaun,(1) la madre de Diego, una brava navarra casada con un prestigioso urólogo, las que me han llevado a esta reflexión. No es sólo la otra cara de la moneda. Es el abismo moral que hay entre su comportamiento y el de los etarras y comparsas. «Cuando vi que en el lugar del atentado no podía hacer nada y en cambio en casa tenía a mis otros seis hijos, opté por ayudarles con mi presencia; una madre tiene que dar luz, no puede transmitir rencor»; «y luego, ante el momento difícil del funeral de Estado, decidí no llorar en público; soy de Pamplona y tenía la constancia de que los presos de ETA celebraban cada atentado; no quise darles el gusto; salí de casa llorada». Y con valor añade: «Física, psíquica y moralmente necesitaba perdonar –aunque nadie nos ha pedido perdón a nosotros– porque no podía vivir así anclada a una bomba lapa que estalló un 30 de julio de 2009»; «decidí conscientemente intentar perdonar y lo conseguí»; «es una decisión de la voluntad que no te apetece nada, pero necesitaba hacerlo; no es debilidad; puedes perdonar y seguir pidiendo justicia». El matrimonio «amplió» posteriormente familia añadiendo dos hermanos en régimen de acogida: «dar cariño alivia mucho las penas», concluirá Montse.

Dos mundos. En uno –el de los asesinos– se sigue alimentando el rencor; en otro –el de las víctimas– el perdón, cuando debería ser al revés. Pero a aquellos la conciencia no les dejará vivir en paz por muchos homenajes que reciban. Cada vez que Ugarte vea una foto de Ortega Lara en cualquier acto de Vox, a poca conciencia que le quede, se estremecerá. No le imagino tendiéndole la mano y pidiendo perdón. Y las decenas de «ugartes» que siguen huidos de la Justicia –como los asesinos de Palmanova– a poca conciencia que les quede, vivirán entre el miedo a la delación y un imborrable sentimiento de culpa por el dolor producido.