Opinión

Heridas de paz

Cuando se arrastran como en Colombia, 52 años de violento conflicto armado que ocasionó 220.000 muertos, miles de heridos y millones de desplazados, no es fácil consolidar la paz por mucha intervención de Naciones Unidas y de la Comunidad Internacional que propiciaron los Acuerdos de Paz firmados en La Habana en 2016. Si a ello sumamos que en 2017 el país tenía 160.000 hectáreas de cultivo de coca con todo lo que arrastra su negocio, que Colombia sufre la inestabilidad y hostigamiento de su vecina Venezuela, y que se mantiene activo el ELN, el otro grupo guerrillero, comprenderemos la dificultad de curar en paz, heridas de guerra.

No creo que haya sorprendido al actual Gobierno colombiano ni a ningún servicio de inteligencia la reaparición armada de Iván Márquez el número dos de las antiguas FARC, su hombre fuerte en las negociaciones de La Habana con representantes del entonces presidente Juan Manuel Santos. Llevaba desde Abril de 2018 en paradero desconocido y no había asumido como otros dirigentes su escaño como senador, previsto en los Acuerdos. Claros signos de desconfianza respecto a la administración del actual Presidente Iván Duque, más cercana a la postura de Uribe siempre crítico con el proceso «en el que se había cedido demasiado». La «desaparición» a primeros de Julio de Jesús Santrich, otro importante dirigente imputado por traficante tanto por la Corte Suprema como por la Justicia Especial para la Paz (JEP), sirvió de aviso. Ahora han reaparecido juntos. Saben que 129 ex combatientes han sido asesinados en estos tres años, víctimas de venganzas personales y ajustes de cuentas. Pero otros 7.000 se benefician, no sin dificultades, de su reinserción en la sociedad colombiana.

No es un fenómeno extraño la existencia de disidentes en un proceso de estas características. Naciones Unidas evaluó en 2.300 los que no se acogieron al proceso. Como tampoco es extraña su posesión de armas. Estos movimientos –FMLN salvadoreño, nuestra propia banda asesina ETA–, nunca se deshacen de la totalidad de su arsenal por mucho que firmen o juren. Hay personas que se criaron en la violencia y no entienden más lenguaje que el de las armas. Con ellos no hay acuerdo político posible. Es el caso de Walter Patricio Arizala «El Guacho», responsable entre muchas fechorías del asesinato de tres periodistas ecuatorianos en la frontera SW entre Ecuador y Colombia, que fue abatido por el Ejército colombiano a finales de Diciembre del año pasado. Ligado a clanes narcotraficantes mexicanos, se había llegado a ofrecer por su cabeza 250.000 dólares. Pero este es el caso de los disidentes que no pueden asumir otro tipo de vida, caso que repite lo acontecido en El Salvador –grupo de Guazapa– o en otros procesos.

Pero el de los disidentes políticos es más preocupante. Han vuelto las viejas consignas en puro lenguaje marxista: «Mientras haya voluntad de lucha, habrá esperanza de victoria»; «iniciamos una nueva etapa apoyada en el derecho universal que tienen todos los pueblos de levantarse en armas contra la opresión»; «es el mandato de la Colombia humilde, ignorada y despreciada hacia la justicia que resplandece en las colinas del futuro». Les ha faltado tiempo a los filocomunistas de ATA (Amnistía ETA Askatasuna) para solidarizarse con ellos.

En un video, Iván Márquez denuncia la «modificación unilateral del texto del Acuerdo, el incumplimiento de los compromisos por parte del Gobierno de Duque, los montajes judiciales y la inseguridad jurídica». No alejados de estas críticas están Sergio Jaramillo y Humberto de la Calle, dos hombres fuertes del presidente Santos que se dejaron la piel en La Habana –soy un modesto testigo– haciendo posibles los Acuerdos, conscientes de que casi nunca lo posible coincide con lo deseable. Han respondido en dos direcciones: una positiva: «La mayoría de hombres y mujeres de las FARC han cumplido con lo pactado»; la otra preocupante: «Una y otra vez le dijimos al actual gobierno nacional que sus ataques permanentes al Proceso y los riesgos de desestabilización jurídica que conllevaban podrían llevar a varios comandantes a tomar decisiones equivocadas».

Colombia ha demostrado, incluso en tiempos de grave crisis, ser una democracia consolidada. Ha sido sometida durante medio siglo a la dura prueba de una guerra interna. Convive con elementos desestabilizadores como el narcotráfico o la crisis en su país hermano Venezuela. Ambos contaminan. Pero debe saber encontrar el camino que de salida a lo acordado en 2016, consciente de que nunca se alcanzará la justicia perfecta. ¡Miren cómo andamos aun en España tras una guerra de tres años!

Encontrarán el camino, si priorizan y son capaces de pensar en el bien de las generaciones futuras y no se detienen en medir con vara justiciera lo que hicieron las anteriores.