Opinión

La niña

Greta Thunberg está en Madrid y, por supuesto, no se habla de otra cosa. No se habla del clima, ni de ecología, ni de sostenibilidad, ni mucho menos. Los españoles hemos encontrado a una niña de dieciséis años para cebarnos y lo estamos haciendo a conciencia. A los ciudadanos patrios les parece mal todo: los gastos policiales para escoltarla; el hotel o el alojamiento que haya elegido; el coche que la sacó del tumulto; la acreditación telemática que había que conseguir para asistir a su rueda de prensa; su falta de asistencia al colegio; el catamarán y la familia que viajó con ella en el catamarán. El actor turco Can Yamal, que vino la semana pasada, tuvo mucha más asistencia policial, pero eso no importa, porque lo que nos molesta es que una niña que nos regaña la tenga. De la niña que nos regaña se ha hecho mofa, befa, miles de memes. Se ha mirado con lupa su presunta conexión con lobbies verdes de su país y con empresas que han invertido en desarrollo sostenible. Se ha buscado en el mobiliario de su casa, se han hecho cientos de reportajes sobre el síndrome que padece. Todo con tal de hundir a una cría que nos cae francamente mal. Greta Thunberg no es perfecta, no es inmaculada, pero es un personaje transversal. Eso significa que, mientras usted y yo (que tenemos ya más años que el hilo negro) miramos a esta niña sueca con resquemor y con mucha manía, cientos de miles de adolescentes y jóvenes la han adoptado como su guía, han escuchado sus intervenciones con fervor y están concienciándose de lo verdaderamente importante, que no es otra cosa que su futuro. Podemos seguir descojonándonos de una chiquilla con trenzas pero esa chiquilla con trenzas, gritona, sobreactuada y excesiva, ha removido mucho más que millones de adultos y ha sacado a nuestros jóvenes del ensimismamiento. Y ahora traten de empatar desde sus casas.